Hasta el año en que comencé a cursar cuarto de bachillerato, no hubo en el pueblo ningún centro oficial para los estudios de enseñanzas medias, ningún instituto. Así que cuando llegábamos a bachilleres quienes estudiábamos en fechas previas a ese año, solíamos asistir durante todo el curso escolar a una especie de academia que había en la localidad, y después, finalizado ya cada período lectivo, nos examinábamos como alumnos libres de todas las asignaturas del curso a lo largo de un muy ajetreado día en el entonces único instituto masculino de la capital, el Alfonso X el Sabio.
A pesar de lo duro que resultaba ese día de tantos exámenes en ambiente extraño, de lo mal que lo pasaba, de tanta tensión y nervios que ocasionaba el constante entrar y salir de distintas aulas, de una prueba a otra, rodeado de gente que no conocía y con la seriedad y pose de aquellos profesores que tanto me imponían, pues… a pesar de todo eso había algunos buenos momentos que, aunque ajenos a lo puramente académico o quizás por ello, permanecen y destacan aún hoy en mi recuerdo, como comer en Los Navarros a base de montaditos y otros caprichos, o tomar un bocadillo de ensaladilla rusa —una novedad— en la cantina del instituto... Además, la buenaza de mi madre, que era quien solía llevarme y acompañarme paciente y dulcemente durante toda la jornada de ese día tan cargado de exámenes, me popaba un poco más que de costumbre, que ya era mucho.
La academia a la que íbamos en el pueblo durante todo el curso utilizaba como sede una casa vieja y destartalada, habilitada mínimamente para que sus distintas dependencias pudieran ser utilizadas como aulas que, con materiales de aluvión, acababan siendo totalmente dispares, no solo en su forma, sino también en su viejo y singular mobiliario y en la distribución irregular del mismo. La pizarra, concretamente, la recuerdo de un material plástico clavado a la pared con tachuelas en los extremos de sus cuatro esquinas, un hule negro sobre el que la tiza se deslizaba «bien», excesivamente a veces.
De las clases de la academia solo recuerdo de valor las de matemáticas, porque retengo como buenas las explicaciones del profesor que las daba, y también, quizás, porque a mí se me daba bien esta materia. En general, los métodos de los preparadores eran los imperantes entonces, y respondían a la tesis defensora de que «la letra, con sangre, entra»; así que... los bofetones y los tirones de orejas y pelo (patillas, cogote…), amén de algún otro «refinamiento», menudeaban: los recuerdo como cotidianos.
¡Ay que ver cómo te pones de puntillas en algunos de esos tirones de pelo!, ¡cómo, para mitigar el dolor, vas subiendo, elevándote hasta casi levitar!: son los milagros de la buena pedagogía.
Así que en aquella academia, durante las clases, había alumnos que «cobraban» casi diariamente, por lo que volvían calientes a sus casas, y es chocante que algunos de ellos, a pesar de su torpeza de entonces (hay quien dice que también posterior e incluso actual) se las arreglaron después para terminar bien colocados en puestos directivos de la sociedad.
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