Los laterales de nuestras casas
estaban enfrentados: corrían en paralelo, con una calle de poca
anchura entre ambos (la ahora mal llamada Calle
San Rosendo,
pues siempre ha sido la Calle
del Rosendo), de tal
modo que la ventana de la cocina de mi casa daba a la puerta trasera
de la suya, que, a su vez, estaba enfrente, con un pequeño patio por
medio, de su retrete (no váter, no, entonces de eso no había en el
pueblo). Así que una mañana cualquiera te podías encontrar el
espectáculo mientras desayunabas: el Guti
subido a la losa de su retrete, de cara a ti, mostrando desinhibido…
sus gitanales,
pues tanto la puerta del escusado como la de la calle estaban
abiertas, y él haciendo sus necesidades, lo que tuviera que hacer;
ya digo, un espectáculo.
He dicho antes
que desde joven tuvo que enfrentarse a trabajos duros, a labores de
personas mayores curtidas, y ello, unido a su falta de miedo, dio
lugar a algunas anécdotas que con el tiempo se hicieron bastante
populares. Entre ellas es muy conocida la que cuenta que una noche
estaba nuestro personaje regando en su huerto (unas pocas tahúllas
que, sin camino por medio siquiera, lindaban directamente con la
pared del cementerio), que andaba en un momento de descanso, sentado
en el costón que quedaba pegado a la pared del camposanto, apoyando
la espalda en ella, cuando alguien, que había decidido darle un buen
susto, apareció justo encima de donde él estaba, gritando cual
zombi metemiedos
desde lo alto del muro cementeril.
La respuesta de nuestro protagonista fue inmediata: en un rápido
giro torácico, con las dos manos lanzó la azada que tenía entre
ellas (me lo imagino como un lanzamiento olímpico de martillo) y a
punto estuvo de alcanzar al individuo, que de asustador pasó a
asustado en cuestión de nada.
También me viene a la cabeza
ahora —quizás por afinidad temática— un reto planteado por un
valiente que, en un corro de mozalbetes de entonces, de pronto va y
dice, a las tantas de una noche muy oscura (es importante tener en
cuenta que todavía
no había
iluminación en las calles del pueblo): «¿¡a que no hay güevos
a saltar la tapia y entrar ahora en el cementerio!?» ¿Quién se
atrevió?: el
Guti, con veinte
duros de apuesta según me ha dicho él mismo no hace mucho.
En esta ocasión fue el propio retador quien quiso asustarlo, pero,
de nuevo, Juan
se olió la jugada
y, una vez dentro del cementerio, esperó escondido tras un nicho al
individuo, le introdujo por la cabeza una corona funeraria tomada de
una tumba cercana, y logró, como en el caso anterior, que quien
quería asustarlo
acabara asustado.
Por si faltaba algo, era un
buen jugador de fútbol (ámbito en el que mucha gente le llamaba,
como más «respetuosamente», por su apellido: Prior), uno de los
mejores futbolistas del pueblo, que llegó a jugar profesionalmente
en distintos equipos de fuera, y que —me consta— pudo haber
llegado más lejos (téngase en cuenta el lastre que le supuso el
haberse quedado sin padre y tener que desempeñar las funciones del
mismo). El Guti era
—así lo recuerdo— un rocoso extremo zurdo al que, ¡cómo no!,
yo admiraba por encima del resto del equipo. Me acuerdo de que, como
tiene el punto de gravedad bastante
bajo —recuerden: piernas cortas y arqueadas—, pocas veces caía
derribado, pues solía arreglárselas para, siempre con mucho empeño,
salir trastabillando, a cuatro patas, de los apuros más
desequilibrantes.
Con todo lo que había
significado él para mí, por fin, con el tiempo (además de hacerle
compañía cuando segaba hierba y de ayudarle durante muchos años
mientras «arreglaba» los cochinos y en las matanzas de los mismos),
pude hacer algo más serio por él. Ya lo he dicho, son tres años
largos los que separan nuestras edades, pero en tercero de
Bachillerato me presenté por él al examen de la asignatura de
Francés. No es de extrañar que entonces pudiera hacerse eso, pues
éramos alumnos libres e íbamos a examinarnos a Murcia llegado el
final de curso, y por lo tanto los profesores no nos conocían, y
tampoco teníamos que llevar a la prueba documentos para acreditar
nuestra identidad; a pesar de ello —lo recuerdo perfectamente—
pasé un mal rato, ya que la prueba era oral y temí ser descubierto.
—¿Nombre?
—Juan Prior Álvarez.
—¿Edad?
—Diecisiete años —yo tenía
catorce.
—Los días de la semana.
—Lundi,
mardi,
mercredi...
[...]
Resultado: la nota que obtuve
para él, un siete, fue superior a la que había obtenido días antes
para mí mismo, un seis. A menudo nos reímos cuando se lo recuerdo.
Tras tantos años de
convivencia en el mismo pueblo, es obvio que se me quedan muchísimas
historias en el tintero, tanto de la remota infancia como posteriores
(anécdotas futboleras, aventuras en el instituto, caza exitosa de
ratas, la del cochino enfurecido, algunas noches locas siendo ya más
mayores...), pero nada más lejos en mi intención que la realización
de una reseña biográfica; realmente solo he pretendido elaborar un
recordatorio afectuoso consistente en unas cuantas pinceladas sobre
los años jóvenes de una de las personas más importantes para mí
en aquellos tiempos: el Juanito, el Guti.
Entrañable Pepe.Recuerdo ir con el Grillo allá por el año 80-81 al bar que había puesto donde la tienda y comernos una tapa que él había inventado "Un Torpedo" que consistía en una rebanada de pan untada con ali-oli(en Santomera Ajo)y encima le ponía una anchoa.
ResponderEliminarComo dice Antonio Campillo en su comentario, colores ,olores y sabores invaden mi mente, en este caso sobre todo lo último.
Un abrazo Pepe.
Qué verdades dices, Paco. Me viene a la mente ahora mismo una de mis tapas favoritas en aquel bar que puso el Guti, que consistía en medio bocadillo al que se le había quitado la molla, se le había metido en el hueco abierto un relleno de fritura de tomate con huevo y después se había frito en aceite de oliva; resultando una ricura muy sabrosona, que, por cierto, que yo sepa, también tenía un nombre dado por los dueños del bar: cada bocadillo era un «pitufo».
EliminarGracias y un abrazo.
Como distinguías dos capítulos, Pepe, supuse que en el segundo harías alusión a las anécdotas, reales, que describes y conocidas por todos los amigos, que éramos, prácticamente, la totalidad de los niños y adolescentes del pueblo, años arriba o abajo. Sin embargo, tu estrecho lazo con Juanito y las duras circunstancias que para todos tenía la vida en aquella etapa y especialmente a él, te hacen distinguido conocedor de pormenores que sólo se consiguen con el lazo de las vivencias cotidianas y comunes. Ninguno de aquellos adolescentes jamás podremos nombrar al “Guti” sin referirnos a su buen regate y valentía en fútbol juvenil y posteriormente profesional, a su duro y eficaz trabajo a lo largo de toda una vida, a la amistad que siempre demostraba con todos, todos los amigos de la época, mantenida a lo largo del tiempo, a su bravío y espontáneo carácter. Como dices, Pepe, no es una biografía, es una pincelada en la larga vida de un hombre leal de nuestro pueblo, Juanito, “El Guti”.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Antonio. Realmente me he limitado al Guti que mejor conocí, el de mis años de infancia y adolescencia; poco más, aunque, como digo y dices, solo unas pinceladas que tratan de reflejar lo importante que fue para mí.
EliminarUn abrazo.