No había posibilidad de pérdida: justo detrás, inmediatamente
detrás, de la iglesia del pueblo, allí estaba el Bar de[l]
Juan el Carlos, toda una institución, entonces, el
establecimiento, y todo un personaje, siempre, el dueño. Además de
bar y casa de comidas, era una pensión.
A pesar de que hace bastantes años que fue cerrado al público,
todavía queda el local, cierto que con la frialdad propia de lo no
utilizado, de lo deshabitado, pero compensada por el recuerdo que
trae la conservación todavía de la misma distribución de estancias
de que gozó en “vida”; hasta la barra permanece, al entrar, a la
izquierda, con su curvatura, algo que, a quienes lo conocimos, nos
permite recordar, tras ella, a Juan —su gran corpulencia, sus
andares pausados y balanceantes, su cara llena y graciosa—
despachando a sus clientes, convidándose y bromeando con ellos,
y..., muy importante, contando sus anécdotas, sus chascarrillos…:
sus cosas.
Las cosas de Juan el Carlos no se pueden contar ahora, no, por
lo menos, como las narraba el protagonista: imposible imitar, y menos
reflejar por escrito, su gracia, su chispa, su dicharachería.
Imagínenlo diciendo algo así:
Como aquella vez que fuimos al
fútbol mi Paco,
Fulanico y yo. [pausa y aclaración] (Cuando íbamos a los toros o al
fútbol, yo me echaba todos los “recortes” que encontraba encima
de la barra [haciendo el gesto de recoger, arrastrando el brazo sobre
el mostrador, de fuera a dentro]: jamón, lomo, morcón, chorizo…,
acompañados de la bota del vino). Entonces, pa
que lo sepáis, mi peso estaba en los 140 kilos, y el de mi hermano
no andaría muy lejos. Llegamos al “campo” y ocupamos nuestros
asientos, de esos señalados con rayas de pintura en las gradas de
cemento. Poco después viene un tío que quería sentarse donde
estábamos nosotros; decía el individuo que allí estaba su asiento,
que lo ponía en su papeleta. Después de discutir un rato, tuvimos
que llamar a un acomodador, que estuvo indagando hasta que descubrió
que entre mi Paco, Fulanico y yo, entre los tres, ocupábamos cuatro
localidades: ¡ahí estaba la rata! ¡menudos culos!
O cuando ¿¡se comió 58 huevos fritos!?:
En un viaje para comprar vino,
fuimos a Pinoso mi Paco y yo, y en una venta del camino, apostamos a
ver quién comía más huevos fritos. Gané yo, que me comí 58.
[Pequeña pausa y aclaración pedagógica] (Para comerse 58 huevos
fritos no hay que “magrearlos” mucho: se pincha con el tenedor en
un lado [gesto de hacerlo], se dobla el huevo, se pincha el otro
lado... [gesto] y pa
dentro); ¡ah!, y con cada huevo, un trago de vino.
Los miércoles… sí, creo que era ese día cuando su mujer, la
Teresa (su Teresa) hacía callos, que Juan iba despachando en
el bar como tapa en pequeñas cazuelas de barro: ¡buenísimos! A mi
mujer y a mí nos gustaban tanto que ella tenía la costumbre de ir
más de un miércoles con una cacerolica y traer unas raciones
para comérnoslas en casa: ese día ya teníamos la comida.
Como era tan bromista, uno de esos miércoles, Juan le coloca a un
cliente, desconocido, un forastero, un plato de callos sin que este
los hubiera pedido; el hombre, extrañado, contesta, quizás algo
desabridamente:
—¡Yo no he pedido eso!
A lo que nuestro entrañable personaje responde, teatralmente, muy
serio y abrumador, como enfadado:
—¡Todavía no ha nacío quien se niegue a comerse unos
callos hechos por la Teresa!
Pronto se descubría la broma, salía a relucir su talante y no
pasaba nada: unas aclaraciones, unas risas y unas convidás.
La verdad es que la diferencia entre nuestras edades (la mía y la
suya) dificultó que lo conociera mejor, pero he de decir que entre
nosotros había una recíproca apreciación; tan clara, que cuando
murió Juan, su hijo, mi amigo y también compañero de aventuras
durante unos años, Vicente Carlos, me dijo: “ha muerto tu
amigo”; y así era, si no amistad entre iguales, sí por lo menos,
por lo que a mí respecta había, y mantengo, mucho cariño, y
admiración, por su talante bromista, comprensivo y parlanchín.
Le gustaba el tango y creo que su favorito era —se lo oí
cantar algunas veces, mitad emocionado mitad en broma— Sus
ojos se cerraron, cantado por Carlos Gardel, claro. Y
ese es el homenaje que Abonico quiere ofrecer a Juan el
Carlos, ese tango que tanto le gustaba y que con tan graciosa
teatralidad cantaba.
Va por ti, amigo Juan.
Carlos
Gardel
– Sus
ojos se cerraron.
Fotos de Juan El Carlos, cedidas por su nieto Antonio.
Fotos de Juan El Carlos, cedidas por su nieto Antonio.
Y aquí
tienen la letra para que nadie se pierda:
Sus
ojos se cerraron
(Música: Carlos Gardel
Letra: Alfredo Le Pera)
Sus
ojos se cerraron
y
el mundo sigue andando,
su
boca que era mía
ya
no me besa más,
se
apagaron los ecos
de
su reír sonoro
y
es cruel este silencio
que
me hace tanto mal.
Fue
mía la piadosa
dulzura
de tus manos
que
dieron a mis penas
caricias
de bondad,
y
ahora que la evoco
hundido
en mi quebranto,
las
lágrimas trenzadas
se
niegan a brotar,
y
no tengo el consuelo
de
poder llorar.
¡Por
qué sus alas tan cruel quemó la vida!
¡por
qué esta mueca siniestra de la suerte!
Quise
abrigarla y más pudo la muerte,
¡Cómo
me duele y se ahonda mi herida!
Yo
sé que ahora vendrán caras extrañas
con
su limosna de alivio a mi tormento.
Todo
es mentira, mentira ese lamento.
¡Hoy
está solo mi corazón!
Como
perros de presa,
las
penas traicioneras
celando
su cariño
galopaban
detrás,
y
escondida en las aguas
de
su mirada buena
la
muerte agazapada
marcaba
su compás.
En vano yo alentaba
febril una esperanza,
clavó en mi carne viva
sus garras el dolor;
y mientras en las calles
en loca algarabía
el carnaval del mundo
gozaba y se reía,
burlándose el destino
me robó su amor.
¡Por
qué sus alas tan cruel quemó la vida!
¡por
qué esta mueca siniestra de la suerte!
Quise
abrigarla y más pudo la muerte,
¡Cómo
me duele y se ahonda mi herida!
Yo
sé que ahora vendrán caras extrañas
con
su limosna de alivio a mi tormento.
Todo
es mentira, mentira ese lamento.
¡Hoy
está solo mi corazón!
Muy bueno Pepito, un estuepndo aporte a los personajes clave de la santomera de entonces...
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