Curso
escolar 2010-2011, el de mi jubilación: final oficial de mi vida
activa de maestro. Mes de junio. Última semana del curso. Sin
alumnado en las clases.
Estoy
recogiendo mis cosas y haciendo “limpieza” general en el aula, y
por ello reviso todo a fondo y realizo muchos viajes a la
trituradora de papel para destruir documentos: listas, exámenes,
informes, evaluaciones…
En
una leja del armario que hay junto a la pizarra, justo detrás de mi
silla, encuentro, en una carpeta, un sobre sin nombre, y dentro, un
folio doblado, un escrito; está impreso con tan poca tinta
—¿en una de las antiguas impresoras matriciales?— que me cuesta
digitalizarlo y recomponerlo tras un escaneado y repaso concienzudo.
¿A
quién iba dirigida —si a ello estaba destinada— esta mezcla de
carta-confesión-denuncia?; no lo sé, ni tampoco si es un borrador
de otro documento más completo y preciso, si hay o hubo una segunda
parte, si es una copia de seguridad o si se trata del único
ejemplar; la verdad es que, por ahora, no sé mucho más de lo que
conocerán ustedes cuando acaben de leer esta entrada. El documento
acabó en mis manos y aquí lo tienen, apenas retocado.
Santomera, de de mil novecientos noventa y tantos
Me
llamo Antonio. Soy docente y trabajo en un centro escolar de
Santomera,
un pueblo cercano a Murcia. Y me siento bien en mi profesión,
tratando de sacar de mis alumnos las mejores versiones que en
potencia llevan dentro.
Hasta
ahora no me he atrevido a contar esta historia, pero creo que ha
llegado el momento de hacerlo, a ver si su relato me sirve de
catarsis y me limpia, pues me estoy volviendo loco dándole vueltas y
vueltas a la cabeza; no puedo quitarme la idea de encima, es una
obsesión que me corroe y no me abandona. Además, últimamente,
tengo miedo: siento que pasan cosas extrañas a mi alrededor y creo
que pueden ser señales que debo interpretar con cautela.
Empezaré
por el principio. Julio es uno de mis alumnos en este curso escolar.
En una sesión de atención a padres, se presentaron para hablar
conmigo su madre y sus abuelos, los padres de la madre. La madre de
Julio es una mujer joven, de piel canela, delgadita, baja de estatura
y con el pelo y los ojos muy oscuros; tiene toda la pinta de una
indiecita sudamericana. Sin embargo, los abuelos de Julio ofrecen una
inmejorable imagen de europeos y no muy mediterráneos que digamos;
ella, de piel muy blanca, rubia y con unos bonitos ojos azules; él,
alto, esbelto —achulado—, de piel también bastante blanca, pelo
claro, casi rubio, y una actitud de suficiencia, como el que va
sobrado por la vida, el que está acostumbrado a mandar y ser
obedecido inmediatamente, y todo bajo el disfraz de un hombre
educado, discreto, que habla lo justo, pero que quiere imperiosamente
saber, estar al tanto de todo lo que atañe a su nieto.
“Aquí
hay algo que no encaja” —me digo al terminar la entrevista—,
“esta no parece hija de estos”; pero no sigo por ese camino, pues
otros quehaceres urgentes tiran de mí y ahí queda la cosa, hasta
que poco tiempo después —unas semanas— me viene a la cabeza la
idea que ya no me abandonará. Y me viene… de repente, viendo una
película reciente de Costa
Gavras, La
caja de música (1989),
en la que un padre de familia y abuelo ejemplar es acusado de ser un
antiguo criminal de guerra nazi, y es su propia hija, abogada de
prestigio, a quien no le cabe en la cabeza la acusación, quien toma
a su cargo su defensa en el juicio que se celebra contra él.
La
idea siempre me había atraído: la de los nazis que lograron escapar
de la justicia y han vivido escondidos como ciudadanos “normales”
en distintos países sin levantar sospechas entre sus conciudadanos.
Quiero decir que el tema, desde luego, no era nuevo para mí; ya
anteriormente había visto El
extranjero, del
año 1946, película dirigida y protagonizada por Orson
Welles, que aborda
el mismo tema: el del antiguo cerebro nazi de los campos de
exterminio, camuflado como un buen ciudadano, al que llegan a buscar
sus perseguidores a un pueblecito de Estados Unidos.
Pero...
ya digo, fue tras la excelente La
caja de música
cuando empecé a hacerme preguntas, a relacionar y atar cabos: “¿De
dónde viene la familia de Julio?” De Chile. “¿En qué año
estamos?” En mil novecientos noventa y
tantos. “¿Cuándo
cayó la dictadura militar en Chile?” En 1990. “¿Cuándo aparece
este señor X, el abuelo de Julio, con su gente, por aquí?” Pues…,
en un principio no lo sé con precisión, pero indago un poco y llego
a la conclusión de que lo hace en los primeros años noventa. “¿Con
qué gente o grupos políticos, con qué personas, se relaciona?”
Con lo más retrógrado del pueblo, políticamente hablando, con la
derecha más intransigente y caciquil. “¿Cómo es el señor X?”...
Las preguntas no acaban.
Pronto
mi imaginación vuela de una cosa a otra y piensa en los niños
robados al amparo de las dictaduras latinoamericanas y dados a buenas
familias para que
reciban una buena
educación.
“¿Será la hija del señor X una niña robada por la dictadura
chilena?” “¿Si lo es, lo sabrá ella?” Mi fantasía se
dispara; veo al señor X como un militar o un cacique comprometido
con el régimen militar chileno, que, tras la caída de este, sale
huyendo del país y se refugia cómodamente, pues dispone de una
buena fortuna, en Santomera,
donde oculta sus manos manchadas de sangre.
Llego
hasta aquí, no sigo, la prudencia me dice que ya está bien, que, si
continúo, esto puede terminar mal, que por menos… Así que lo dejo
y…, si me animo, otro día contaré esas cosas raras que siento a
mi alrededor, esos inconvenientes que acuden a mi vida, debido quizás
a mi torpe “investigación”, esos problemas que han provocado la
delicada situación en la que me encuentro.
¿Cosas
raras? ¿Inconvenientes? ¿Problemas? ¿Torpe investigación?
¿Delicada situación?
¿No
huele un poco raro?
No
quiero remover el asunto y aventar la peste que parece impregnar todo
esto, pero me pica la curiosidad. ¿A que dan ganas de husmear en el
tema? No creo que sea muy difícil para mí —habiendo trabajado en
el mismo colegio— averiguar quién pudo ser el autor del escrito.
¿Encerrará ello algún peligro? Es difícil que queden todavía
vivas las ascuas de lo que pudieron haber ocasionado las “torpes
investigaciones” de Antonio; si acaso, a estas alturas, quedarán
algunos casi apagados rescoldos.
Eso
espero.
Pepe pienso que te debes una restitución por aseverar que tus indagaciones son torpes. Creo que no lo son y, además, poseen un fundamente tan racional como importante. Siempre he tenido esa sensación tuya, aún sin haber investigado en profundidad como lo has hecho tú. Las pruebas deben ser tan evidentes y tan documentadas que cualquier tribunal que, con buen criterio, investigase este caso debería poseer tantos datos que sospecho que “el fanático asesino” que, como Franco, murió en su cama rodeado de miles de millones sangrientos y familiares abyectos, se encatgaría de “diluir”. Es su método. Muy interesante saber con quién se convive.
ResponderEliminarUn abrazo, Pepe.
Pepe, espero más entradas que traten este asunto,has conseguido intrigarme. Un besico.
ResponderEliminarNo sé si atreverme, Encarni, aunque sea en el terreno de la ficción. Ya veremos.
EliminarUn abrazo.
No sé si atreverme, Encarni, aunque sea en el terreno de la ficción. Ya veremos.
EliminarUn abrazo.