Cuando entrabas en el bar d’El Paco El Carlos
y te acercabas a la barra, lo primero que hacía El Caleles,
Paco también (hijo del dueño, y, a la muerte de este, propietario
del establecimiento), lo primero que hacía, digo, era, sin
miramientos, sin finuras, casi bruscamente, poner —echar o lanzar
es más correcto—, directamente encima de la barra del mostrador
—nada de platos ni cuencos—, delante de ti, un puñado de
avellanas (en mi pueblo llamamos avellanas a los cacahuetes con
cáscara y reservamos el nombre de avellanas finas para las
avellanas); y que no se te ocurriera rechazarlas y decirle que tú no
habías pedido eso, pues te podía costar caro.
Los amigos que frecuentábamos el bar, solíamos comentar que El
Caleles tenía la cabeza muy ligera; y no era para menos, pues se
hizo famoso por multitud de anécdotas, la mayoría disparatadas,
unas más creíbles que otras, pero todas susceptibles de haber sido
llevadas a cabo por nuestro personaje.
El Caleles trabajaba muchas horas diariamente en el bar y solo
salía a “expansionarse” cada bastante tiempo —mes y medio,
dos, tres meses—, pero esa salida solía ser “sonada”.
Un día te lo podías encontrar en la barra del casino —pelo
desordenado, ojos, ratoniles, brillantes, y una copa de coñá
en la mano— invitando a todo el mundo; cuando entrabas, le
escuchabas decir, con energía y autoridad, a quien estuviese
atendiendo la barra:
—Ponle una copa a tos los que’hay aquí.
—¡Cuñao —una manera amistosa de llamarnos los amigos por
aquellos años—, si no hemos comío todavía! —contestábamos
los recién llegados.
—Pues ponles unas cañas.
Conociéndolo como lo conocíamos, tú le preguntabas:
—¿Vas o vienes, cuñao? —equivalente a ¿sales de juerga
o vienes de ella?, y añadías— ¡te veo muy animao!
A lo que él podía, muy bien, contestar:
—¿Que si voy?: salí ayer por la mañana —hacía una pequeña
pausa—, preparao, con el transistor —y se golpeaba
con la mano en uno de los bolsillos del pantalón, en el que abultaba
un buen fajo de billetes, de aproximadamente el grosor de un
aparatito de radio de los más pequeños de entonces—; ahora vengo
—añadía— de los Baños de Mula.
Una de las anécdotas más famosas que circulaban d’El Caleles
contaba que una noche, tras cerrar su establecimiento, fue al casino
a tomar un café; como lo encontró cerrado —acababan de hacerlo
justo unos minutos antes de su llegada—, llamó a un taxista y se
fue a Madrid, a la Puerta del Sol, tomó café y, con las mismas,
volvió al pueblo.
Tiempo después entro yo en el bar, en unos años en que la censura
en España, país con escasas libertades, no permitía ver películas
“verdes” en nuestros cines, y los españoles pasaban la frontera
con Francia para disfrutarlas en localidades galas cercanas.
Continúo: un día llego a su bar y me dice con bastante ánimo:
—Cuñao ¿Nos vamos a Perpiñán a ver El
último Tango? Yo estoy preparao, mira, llevo el
transistor —golpeándose, como siempre, el bolsillo— y tengo el
Dorge en la puerta —su coche era un Dodge Dart—
¿nos vamos?
—No, cuñao, es que tengo algo importante que hacer —y te
inventabas algo, como un examen, por ejemplo, ante el temor de que si
le decías que sí, inmediatamente tuvieras que subirte al Dorge
y dejarte llevar a una de sus aventuras—, otra vez será.
También es famosa la anécdota de los Celtas cortos. Cuentan
que un cliente, enfadado porque le había puesto encima del mostrador
un paquete de Celtas largos habiendo pedido él uno de Celtas cortos,
le dijo, demasiado airado:
—Paco, te he pedido Celtas cortos, ¡coño!
Ni corto ni perezoso, El Caleles coge el cuchillo, uno grande
que tiene siempre bajo el mostrador, le pega un tajo al paquete de
tabaco y le dice al cliente:
—Ahí tienes, Celtas cortos.
Lógicamente el cliente sale del establecimiento amilanado —acojonado
prefieren decir los que lo cuentan— con el rabo entre las patas.
La del libro de reclamaciones es otra de las aventuras, de las
leyendas del Caleles, y se la oí contar a él mismo.
Un cliente, forastero, que no conoce a Paco, descontento por el
servicio recibido, pide, cabreadísimo, el libro de reclamaciones;
nuestro personaje saca y le muestra su famoso cuchillo; el cliente
sale despavorido y, ya en la calle sujeta la puerta por fuera para
evitar qu’El Caleles la abra desde dentro. Paco tira
de cuchillo rompiendo los cristales y asustando aún más al por
entonces ya arrepentidísimo individuo, que, seguro, no volverá a
poner los pies en el establecimiento de nuestro amigo.
Son tantas las anécdotas que se contaban y se cuentan d’El
Caleles, que, necesariamente tenemos que dejarnos muchas en el
tintero: la de la clienta que pide un vaso de agua y la manda a la
Fuente del Algarrobo; la de quien pide una cocacola, le pone un vaso
de vino tinto y ante la protesta le contesta que la coca cola de la
casa es de Jumilla, etc. etc. etc.
En fin… todo un personaje.
Pepe, tu crónica es tan cierta que la refrendo en todo su contenido.
ResponderEliminarAlguna vez, los limoneros de mi abuelo, el tío Vicente "El Bamboso", ya cultivados por sus hijos, debían ser "cavados en los troncos", limpiarlos de caracoles, escardaos más mal que bien, etc. Para ello, entre los meses de julio y septiembre, en plenas vacaciones escolares, levantarse muy temprano para que el duro sol no te hiciese arder la camisa a mediodía era muy habitual. Pero, ¡ay!, a eso de las diez de la mañana tenías más hambre que un galgo. Ese era el momento para dirigirse al bar-tienda de embutidos de Paco, que se encontraba en plena carretera de Murcia-Alicante, casi a la altura del portón de la señorita Adelita pero al lado contrario de la carretera y además de las avellanas tirás como si fuese un muletazo desmayao, decías: "Paco ponme algo de almorzar..." Y ahí acababa la solicitud. Te ponía cada día unas viandas diferentes, embutido exquisito, y vino, vasos de vino que llenaba al verlos mermar. Era la mejor carta que se podía elegir en toda la provincia de Murcia. Y ¡de ahí al cielo! Hacia la hora y media o dos terminabas almorzado, comido y cenado haciendo Paco la cuenta como le venía en gana, tal como había servido pero siempre a la baja, una baja que era de agradecer y sorprendía al más pintao. Es una delicia leer tus crónicas, Pepe.
Un abrazo.
Yo conocí al personaje, ya en sus últimos tiempos, y pasé algunas tardes de agradable charla en algún velador de la destartalada taberna entre vasos de vino y acompañamientos variados, según el capricho del 'barman', como tan bien describes. Era uno de los personajes curiosos de este pueblo (que dispone de algunos más) cuya galería te invito a ir desvelando en entradas sucesivas. Un abrazo.
ResponderEliminarCon algunos de esos personajes andamos, Mariano, gracias.
EliminarUn abrazo.
Vaya personaje, pero qué divertidas las anécdotas que cuentas. Por momentos me has recordado a mi padre contando historietas de juventud. Un besico
ResponderEliminarHola. Estoy recopilando anécdotas de bares para un libro y me ha gustado mucho alguna que cuentas aquí, pero no me queda claro en qué pueblo está el bar del Caleles.
ResponderEliminarLa localidad en que se encontraba (hace ya muchos años que fue cerrado) es Santomera (Murcia).
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