Recibo de vez en cuando algún correo con un vídeo musical calificado por quien me lo manda, o por quien lo ha elaborado, como interpretación magistral; cuando lo abro, lo veo y, sobre todo, lo escucho, me
sorprendo —es un decir, ya no me sorprendo— pues la interpretación en cuestión,
de obra maestra no tiene nada: frecuentemente es una interpretación pasable o
mediocre, si no una ejecución, de la
obra, de Bach, Vivaldi, Mozart…
Hace
ya algún tiempo circuló por Internet un correo con la historia que a continuación
les relato. Como el powerpoint difundido me pareció poco riguroso, indagué un poco y lo reelaboré. Ahora se me ocurre que puede ser una buena entrada para Abonico,
pues plantea la cuestión de nuestra capacidad para la valoración del arte,
dentro y fuera de sus santuarios: museos, salas de conciertos…
Joshua Bell es el protagonista de nuestra
historia, un violinista estadounidense nacido en 1967, que comienza con el
violín a los cuatro años —“Mis padres me
introdujeron en el sonido del violín”, dice, “no fui yo quien lo elegí”—, y
posteriormente lo estudia en la Universidad de Indiana; a los catorce
años toca como solista con la Orquesta de Filadelfia, dirigida por Ricardo Muti; debuta en el Carnegie
Hall en 1985 con la Orquesta Sinfónica de
Saint Louis y desde entonces ha tocado con orquestas y directores de
primera fila.
Además
del repertorio típico de su instrumento —sinfónico y de cámara—, Bell ha tocado
obras de nueva creación, como el concierto de violín que el compositor
británico Nicholas Maw le dedicó y
que Bell estrenó en 1993. También interpretó la parte solista de la banda
sonora de la película El Violín Rojo
(Oscar a la mejor banda sonora). Bell utiliza en sus conciertos un violín
Stradivarius de 1713 por el que pagó alrededor de tres millones y medio de
dólares.
Bell,
un tío sencillo, que ha aparecido, sin aura de divo virtuoso, en la versión
estadounidense de Barrio Sésamo,
se deja convencer hace unos años para participar en un experimento:
tocar anónimamente en una estación de metro. Los promotores de la idea —The Washington Post—quieren averiguar si los usuarios del metro, la gente normal, en la
cotidianeidad, distinguen y valoran la música de un concertista de calidad
excepcional de la de un músico callejero cualquiera. Pretenden, con el
resultado, sacar conclusiones sobre la sensibilidad artística, musical en este
caso, del ciudadano común.
La mañana del viernes 12 de enero de
2007, con vaqueros y gorra de béisbol, y en la mano el estuche con su
Stradivarius, Bell entra en una estación de metro en Washington, saca el
instrumento y comienza a tocar; días antes —dicen— ha llenado una
importante sala de conciertos a cien euros de media la entrada.
Ha de interpretar seis obras de Johann Sebastian Bach —algunas fuentes
hablan de diversos autores— y lo hace durante cuarenta y tres minutos. Comienza
con la Chacona de la Partita número 2 en Re menor (aquí les pongo un fragmento de una interpretación posterior del propio Bell):
Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de Estados
Unidos, había pronosticado que Bell recaudaría unos ciento cincuenta
dólares y que, de mil personas, unas treinta y cinco se pararían, haciendo
corro, atraídas por la belleza de la música. Hasta un centenar, predijo
Slatkin, echaría dinero en la funda del violín.
Pero no es así. Durante los cuarenta
y tres minutos que Bell está tocando, solo unas pocas personas (27), de entre
las más de mil que pasan camino del trabajo, echan dinero en el estuche, y la
mayoría (20) lo hace sin pararse; nada de escuchar, nada de maravillarse, nada
de corros. La inmensa mayoría, casi la totalidad, siguió su camino con las
prisas propias del momento y —según unas fuentes, otras dicen que nadie— solo
una mujer lo reconoció. En total recoge treinta y dos dólares y algo de
calderilla. "No está mal", bromea, "casi cuarenta dólares la
hora... podría vivir de esto. Y no tendría que pagarle a mi agente".
"Era
una sensación extraña, la gente me estaba... ignorando", dice después
Joshua Bell a The Washington Post; a él, al virtuoso que le
molesta que la gente tosa o que suene un teléfono en sus conciertos. Sin
embargo, en la estación de metro se sentía "extrañamente agradecido"
cuando alguien le tiraba a la funda del violín unos centavos. Y recuerda los
peores momentos: cuando acababa una pieza, nadie aplaudía.
¿Qué moraleja extraemos
—al margen de nuestras prisas, de nuestro estresado sistema de vida— del hecho
de que casi nadie se pare a escuchar a un gran violinista, con un magnífico
instrumento, interpretando a un insuperable compositor? ¿Quieren mi
conclusión?: pues… que la mediocridad está tan generalizada, que no entendemos
una mierda de aquello que merece la pena en música, en literatura, en pintura…
(y añadan ustedes lo que quieran a la lista).
Vean qué claro está para
Erlich:
Erlich (El País, 10-10-2009)
Un blog muy interesante, sí señor. ¡Siga así, Don Pepe!
ResponderEliminarAquí te dejo el mío, a ver si te gusta: http://lasendaamartillazos.blogspot.com.es/
Gracias, Ethos (supongo que eres Miguel Ángel):
EliminarHe mirado, por encima, tu blog (muy “literario”, como me has adelantado) y de ahí deduzco quién creo que puedes ser.
Seguiré tus cosas en “La senda a martillazos”, que seguro será interesante. Solo con la entrada del 11 de junio, “La importancia”, ya me hago una idea.
Un saludo.
Pepe, conocía la anécdota pero no la importante conclusión ala que llega un especialista y virtuposo como tú. Estoy totalmente de acuerdo contigo, con el director que pronosticó el resultado y con el chiste. La vida sin sensibilidad no es tal, es un mero trámite. Esto es lo que sucede con el animal peor evolucionado de toda la Tierra, de la especia humnoide. ¡Ah!, si lo hubiesen sabido los transeúntes se habrían agolpado solo porque era tal persona y no por la importancia de sentir la belleza a través del oído y laq vibración del espíritu. Mundo...
ResponderEliminarPepe, siento que un pequeño error informático me haya tenido fuera del circuito de comentarista unos semanas.
Un abrazo, Pepe.
Dices, Antonio, que la vida sin sensibilidad es un mero trámite; estoy totalmente de acuerdo. Podemos resumirlo con las palabras de uno de Moratalla, según me contaron hace mucho tiempo: “comer, beber y el macho a la hembra”.
EliminarUn abrazo.