con verdes huertos donde madura el limonero.
(Imitando a Antonio Machado)
De pequeño evitaba ir a confesarme; tenía miedo, porque el cura, un verdadero malasombra —es un eufemismo—, te reñía, te tiraba de las orejas, te daba un cogotazo, un capón…
—¿Te
has tocado, hijo mío?
Y
tú, encogido, con la barbilla en el pecho y la vista baja:
—Sí,
padre.
¡Zass!
—¿Cuántas
veces?
—No
sé.
—¿Solo
o acompañado?
—Solo.
¡Zass!
Etc.
Y todo en un ambiente
oscuro, misterioso, ¿sagrado?…
…
Durante las confesiones de los niños, en que desgranábamos las desobediencias,
las mentiras, las sisas y las pajas, en la obligada admonición antes de imponer
la penitencia a cumplir, no podía evitar que se formara en torno al penitente
una tufarada a tabaco rancio, cera, ajo, dudosa higiene corporal, incienso,
muelas picadas y testículos en exceso cargados, cuya síntesis era un aliento abrasador
y metífico, que descargaba en el cogote del reo, el cual salía del
confesionario confuso y sofocado hasta las cejas, ante la indudable condición
de ungulado de aquel representante de Dios sobre la tierra.
Antonio Martínez Sarrión: Infancia y corrupciones, Alfaguara,
1998.
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