No sé mucho de ella: conozco
su nombre, Verónica, conozco la familia a la que pertenece, sé que estudió
filología inglesa, y no tanto más; y aunque es de aquí, del pueblo, hacía
tiempo que no la veía, pues vive y trabaja fuera del país desde hace bastantes
años: primero en Inglaterra, y después en Australia, donde continúa actualmente
su vida.
Sin embargo, en estos últimos
días me la he encontrado ya un par de veces (debe de haber venido de vacaciones)
en el interior de la carpa que acoge este año la feria del libro (es hermana de
mi librero de confianza, uno de los organizadores del evento), y en la primera
de ellas disfrutamos ambos de unos agradables minutos de conversación, de una recíproca
puesta al día después de tanto tiempo sin vernos.
Veo que la acompaña un niño de
unos siete u ocho años, su hijo, del que me dice que se desenvuelve mejor con la
lengua inglesa que con la española, y también que es una esponja, que nota de
qué manera, con cuánta facilidad para los pocos días que lleva aquí, el
chiquillo absorbe palabras, expresiones y frases murcianas. «Ayer, sin ir más
lejos —comienza a contarme—, me preguntó: “mami, ¿qué significa pichicah
rayáh?”, así como lo oyes —me aclara—, con pronunciación murciana, y a
continuación me dijo que su abuelo, mi padre, se lo había dicho a él varias veces».
Y es entonces, al escucharla, cuando
me acuerdo de que, aquí, antes, en los años de mi infancia, adolescencia y juventud,
se utilizaban las expresiones «tener los güevos rayaos» y «tener la
picha rayá», para referirse a los atributos de alguien apreciado, admirado,
querido… Decir que ese alguien tenía los genitales rayaos —bien los güevos,
bien la picha o bien ambos— era un halago, un elogio, algo cariñoso, como un
piropo que quería resaltar de esa persona, frecuentemente un niño, su bondad, su
calidad, su excelencia en algo.
tener los güevos rayaos: ser muy valiente o muy
gracioso. (Ruiz
Marín, Diego: Vocabulario de las Hablas Murcianas. Murcia: Diego
Marín, 2007, pág. 558).
La anécdota del niño angloparlante
al que tan fácilmente se le pega el hablar murciano me parece interesante, así
que esta mañana, un par de días después de la charla que mantuve con su madre,
me he puesto a esbozar la historia, a darle forma en el ordenador, con la
intención de, si queda de mi gusto, publicarla en Abonico.
Bien, pues… justo un rato
después del esbozo del primer borrador, en mi sesión de andadura por el pueblo,
¡qué casualidad!, veo venir por la calle del Rosendo —no quiero llamarla «San
Rosendo»—, en sentido contrario al que llevo yo, al niño protagonista de esta narración,
que va cogido de la protectora mano de su abuelo, el padre de Verónica, con el
que me paro a charlar en cuanto la pareja llega a mi altura.
Antonio, el abuelo y personaje
último del caso, octogenario ya avanzado, me parece un hombre tranquilo, equilibrado,
prudente, sensato… yo diría que sabio, con el que de vez en cuando me gusta detenerme
y cruzar unas palabras. Y pronto, aunque sin ir directo al grano, bromeando, le
cuento que me he enterado de su muy valiosa contribución al desarrollo
filológico murciano del niño, le digo que la anécdota me ha hecho mucha gracia
y que por ello estoy tratando de reflejarla en un relato.
Y así, perifrástico, lo mantengo
en ascuas hasta que, al final, antes de despedirnos, se lo aclaro. Y cuando se
entera de qué va el asunto, sobre todo cuando escucha de mis labios la
expresión «pichicah rayah», Antonio, contento, la repite y ríe
abiertamente, con una risa franca, sana, una carcajada que le ilumina la cara.