SECCIONES

viernes, 13 de mayo de 2022

Escalones

Vas siendo más consciente de ello conforme pasa el tiempo, y te reafirmas sólidamente en su verdad cuando llegas a una cierta edad, que es «cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos» (Ordóñez, Marcos: Una cierta edad. Barcelona: Anagrama, 2019, pág. 15).

Y vas siendo más consciente, día a día, porque sientes el descenso, la bajada…, a veces la caída brusca y el derrumbe…; y, poco a poco, te vas dando cuenta de que en realidad no estás bien, o no tan bien como antes, de que esto ya no es lo que era, que no es como entonces.

También, igualmente, cada día que pasa (ese que es ya uno menos de los que te quedan) eres más consciente de que en la escalera de esa tan temida bajada a la vejez (paraíso en alguna ocasión, purgatorio o infierno en las más… y según para quiénes), muchas veces graduada y paulatina y otras no tanto, algunos escalones son más decisivos que otros, bastante más; y a veces… definitivos; y sus consecuencias… ¡qué te voy a contar que no sepas ya de sus consecuencias!

 

viernes, 6 de mayo de 2022

Mercero y escritor

Acabo de conocer personalmente, hace tan solo unos días, a Paco López Mengual, mercero y escritor de Molina de Segura, autor a quien admiro desde hace años, sobre todo por la calidad de su envidiable prosa, además de por su no menos envidiable sentido del humor, tanto en la escritura, cuando toca, como, por lo que he podido comprobar, en las relaciones personales, en distancias cortas.

López Mengual ha venido a presentar su última obra (Espinosa Pardo. Historia de un confidente. Murcia: La fea burguesía, 2022) a la Feria del libro de Santomera, el mejor evento de este tipo de que tengo noticia, y no por la cantidad de títulos expuesta al público sino por su precio, ya que, gracias al mecenazgo del Ayuntamiento, en nuestra feria se aplican los mayores descuentos que conozco en el mundo de los libros.

Me lo ha presentado Blas Rubio, e inmediatamente le he dicho que desde hace tiempo tenía ganas de conocerlo y que, por ello, más de una vez he hablado con nuestro presentador de ir juntos a su mercería para hacerle una visita y echar un rato con él.

Le he dicho también —creo que he hablado más de la cuenta— que tenemos algunos puntos en común, que yo me crie en una tienda que incluía, entre otros muchísimos productos, algunos de mercería, y que, además, como él, estudié magisterio. A esto, Blas ha añadido que también escribo, por lo que se lo ha puesto a huevo al mercero-escritor, que ha rematado la faena, con humor, diciéndome, a modo de suposición por confirmar, que, para completar, ya solo me falta ser de VOX.

La presentación del libro ha resultado muy interesante, parecida a una charla entre amigos, en la que el escritor-presentador ha llevado la voz cantante al tiempo que unos pocos admiradores, solo cuatro, hemos escuchado con interés e intervenido muy de vez en cuando.

Acabada la presentación, lo veo, atareado, disponerse a dedicarnos los libros a los presentes, y observo que para ello saca de un bolso que tiene a mano, además del imprescindible bolígrafo, una bolsita de plástico transparente con no sé qué en su interior —después veré que son botones pequeños— y un amanoso artilugio que resulta ser —también me daré cuenta después— un práctico aplicador de pegamento.

La dedicatoria del libro, de cada uno de los cuatro ejemplares, es muy curiosa, más que por lo que dice en cada uno, que supongo lo típico en estos casos —yo solo conozco la mía—, por el botón que, pegado bajo lo escrito, sirve al escritor-mercero para dibujar con cuatro trazos muy rápidos un gracioso esquema de sí mismo.

Gracias.

 

viernes, 29 de abril de 2022

Pichicas rayás

No sé mucho de ella: conozco su nombre, Verónica, conozco la familia a la que pertenece, sé que estudió filología inglesa, y no tanto más; y aunque es de aquí, del pueblo, hacía tiempo que no la veía, pues vive y trabaja fuera del país desde hace bastantes años: primero en Inglaterra, y después en Australia, donde continúa actualmente su vida.

Sin embargo, en estos últimos días me la he encontrado ya un par de veces (debe de haber venido de vacaciones) en el interior de la carpa que acoge este año la feria del libro (es hermana de mi librero de confianza, uno de los organizadores del evento), y en la primera de ellas disfrutamos ambos de unos agradables minutos de conversación, de una recíproca puesta al día después de tanto tiempo sin vernos.

Veo que la acompaña un niño de unos siete u ocho años, su hijo, del que me dice que se desenvuelve mejor con la lengua inglesa que con la española, y también que es una esponja, que nota de qué manera, con cuánta facilidad para los pocos días que lleva aquí, el chiquillo absorbe palabras, expresiones y frases murcianas. «Ayer, sin ir más lejos —comienza a contarme—, me preguntó: “mami, ¿qué significa pichicah rayáh?”, así como lo oyes —me aclara—, con pronunciación murciana, y a continuación me dijo que su abuelo, mi padre, se lo había dicho a él varias veces».

Y es entonces, al escucharla, cuando me acuerdo de que, aquí, antes, en los años de mi infancia, adolescencia y juventud, se utilizaban las expresiones «tener los güevos rayaos» y «tener la picha rayá», para referirse a los atributos de alguien apreciado, admirado, querido… Decir que ese alguien tenía los genitales rayaos —bien los güevos, bien la picha o bien ambos— era un halago, un elogio, algo cariñoso, como un piropo que quería resaltar de esa persona, frecuentemente un niño, su bondad, su calidad, su excelencia en algo.

tener los güevos rayaos: ser muy valiente o muy gracioso. (Ruiz Marín, Diego: Vocabulario de las Hablas Murcianas. Murcia: Diego Marín, 2007, pág. 558).  

La anécdota del niño angloparlante al que tan fácilmente se le pega el hablar murciano me parece interesante, así que esta mañana, un par de días después de la charla que mantuve con su madre, me he puesto a esbozar la historia, a darle forma en el ordenador, con la intención de, si queda de mi gusto, publicarla en Abonico.

Bien, pues… justo un rato después del esbozo del primer borrador, en mi sesión de andadura por el pueblo, ¡qué casualidad!, veo venir por la calle del Rosendo —no quiero llamarla «San Rosendo»—, en sentido contrario al que llevo yo, al niño protagonista de esta narración, que va cogido de la protectora mano de su abuelo, el padre de Verónica, con el que me paro a charlar en cuanto la pareja llega a mi altura.

Antonio, el abuelo y personaje último del caso, octogenario ya avanzado, me parece un hombre tranquilo, equilibrado, prudente, sensato… yo diría que sabio, con el que de vez en cuando me gusta detenerme y cruzar unas palabras. Y pronto, aunque sin ir directo al grano, bromeando, le cuento que me he enterado de su muy valiosa contribución al desarrollo filológico murciano del niño, le digo que la anécdota me ha hecho mucha gracia y que por ello estoy tratando de reflejarla en un relato.

Y así, perifrástico, lo mantengo en ascuas hasta que, al final, antes de despedirnos, se lo aclaro. Y cuando se entera de qué va el asunto, sobre todo cuando escucha de mis labios la expresión «pichicah rayah», Antonio, contento, la repite y ríe abiertamente, con una risa franca, sana, una carcajada que le ilumina la cara.