Hace poco dije aquí, en Abonico, que el único
libro de Jorge Martínez Reverte que en su momento me había quedado con ganas de
leer fue Inútilmente guapo. Mi batalla contra el ictus, y que no lo
había leído porque a poco de comprarlo lo regalé sin apenas darme tiempo a
ojearlo. Añado ahora que el regalo se lo hice a mi hermana, que desde hace unos
años sufre también las secuelas —malas, aunque mejores que las de Martínez Reverte—
de un terrible ictus. Pocos días después de publicarlo en el blog, mi cuñado
Rafa me ofreció el libro para que pudiera leerlo; acepté su oferta, me lo
prestó y ya lo he terminado.
En Inútilmente guapo… cuenta Martínez Reverte,
con mucho humor a pesar de la dureza de lo que narra, su aventura con el ictus,
su deterioro, las pruebas que le hacen, los cuidados y tratamientos a los que
es sometido, los ejercicios que le mandan realizar, su relación con las
personas que lo rodean, con las que lo atienden, tanto las sanitarias
profesionales como las de su entorno familiar y amigos.
Yo no soy tan presumido como para creer que el mal se
ha enamorado de mí, pero un poquito de afecto me debe haber tomado, porque ha
dejado pocos sitios de mí sin tocar con el ataque del ictus. (Martínez Reverte, Jorge: Inútilmente
guapo. Mi batalla contra el ictus. Madrid: La esfera de los libros, 2015,
pág. 167).
En el capítulo «Minusválido» pregunta a un amigo que
cómo lo calificaría, si de discapacitado o de minusválido. El amigo, que, aun
habiéndose quedado ciego, es un portento —de «genio de la vida diaria» lo
califica—, le contesta con un gracioso diagnóstico: «Tú lo que eres es un
gilipollas», un veredicto con el que acaba estando de acuerdo el escritor, por
lo que concluye: «Le he dicho a Alfonso —es el nombre del amigo— que si le
parece bien soy un minusválido discapacitado temporal y algo gilipollas».
A lo largo del texto cita a algunos escritores que en
su momento se enfrentaron ejemplarmente— con mucho valor, con mucha entereza,
con inteligencia…— a sus últimos días de vida y a la muerte, como Christopher
Hitchens y Oliver Sacks, y, ante sus propias carencias y dificultades (la
vista, el habla, la locomoción, el brazo y la mano del lado derecho, la
deglución...), reflexiona de forma sencilla sobre el proceso y los peligros de
la deglución, sobre la complejidad de nuestro andar bípedo, sobre la antigüedad
e importancia de la mano humana (concretamente de la pinza pulgar-índice: para
abotonar y desabotonar, para hacer una lazada...), unas interesantes
reflexiones que te invitan a menudo a detenerte y levantar la cabeza.
Cuando uno lee cifras relacionadas con nuestra
evolución, se queda realmente impresionado. A partir de los cuarenta el sistema
vascular ya empieza a envejecer. A partir de mi edad [sexagenario avanzado
cuando escribe esto], el cerebro ya está en un bajón irreversible. Las
personas mayores tienen el cerebro más pequeño, ya les sobra cráneo. (Pág. 94).
Por lo que respecta a esto último, un servidor todavía
no ha apreciado una excesiva holgura en su cráneo: aún no ha notado que se le
haya quedado grande. Lo diré de otro modo, y con más precisión y sinceridad:
aun apreciando alguna pequeña mancha, alguna laguna, algún fallo (que creo poco
significativo y espero sea propio de la edad), todavía no he llegado a advertir
que me falte cerebro, y ello por más que lo observo en el desempeño de sus
funciones principales: en el procesado de la información que le aportan los
sentidos y en el control de los movimientos, del habla, de la memoria, de las
emociones…; aunque…, por lo visto, lamentablemente, todo llegará.