SECCIONES

viernes, 15 de octubre de 2021

Regalo libros

Regalar un libro es algo habitual en mí: lo más frecuente —casi exclusivo— en mis obsequios. Y suelo elegir los títulos que regalo (siempre teniendo muy en cuenta a quién va dirigido cada ejemplar y el momento en que lo hago) de entre los títulos que más me han gustado a lo largo de mi ya dilatada aventura como lector. Y si una obra me impacta mucho, tras su lectura, suelo comprar varios ejemplares de la misma para, llegados los casos pertinentes —santos, cumpleaños… y otras fechas señaladas—, regalarlos a las personas que aprecio.

También regalo a mi gente —sobre todo a familiares y amigos cercanos— obras literarias que no he leído previamente, y en este caso, además de tener en cuenta el gusto particular de cada destinatario, me suelo guiar por los comentarios que sobre las mismas hace alguien en los medios de comunicación que acostumbro a frecuentar, mejor aún si provienen de críticos fiables, de los que con el tiempo han demostrado que merecen mi confianza.

 

viernes, 8 de octubre de 2021

Maravillas del mundo

Trabajé como docente durante más de cuarenta años, por lo que pocas respuestas del tipo de las que aparecen en las antologías del disparate me pueden sorprender mucho, por exageradas que parezcan. Sin embargo, todavía me resultan chocantes algunas de las escenas que, zapeando, me encuentro de vez en cuando en la pantalla del televisor, y no precisamente protagonizadas por niños, no, en absoluto, sino por personas mayores, que rozan el ridículo cuando no caen en él directa y profundamente, en concursos de distinta índole. 

La última la he visto en uno de esos fragmentos de vídeo que ponen a menudo en Zapeando (21-05-2021), y es la respuesta de una señora, una concursante de no sé qué programa, a la pregunta de si sabe el nombre de una de las maravillas del mundo, de una que está en China. La mujer, sin pensárselo mucho —«¿para qué?», me digo—, contesta que es la Alhambra de Granada.

 

viernes, 1 de octubre de 2021

Las barcas

Me acuerdo bastante bien de aquella familia que a mis ojos aparecía en fiestas patronales, en fechas de comienzos de otoño en las que era costumbre en el pueblo la instalación de unas pocas atracciones de feria para la diversión del pobre paisanaje de aquellos años de hambre, miseria… de necesidad: una pequeña feria que de ninguna manera se podría comparar con lo que se ve ahora durante esos mismos días festivos en la que ya no parece la misma localidad de entonces.

En mis recuerdos se me presentan siempre las mismas atracciones. En primer lugar, aunque el orden es solo para el relato, una caseta de tiro con «escopetas de perdigones» que se utilizaban para disparar a distintos objetos situados a un escaso par de metros de distancia (me acuerdo concretamente de unas bolas de dulce y unos caramelos que había colocados sobre cáncamos, y de unos paquetes de tabaco pinchados en palillos mondadientes que había que romper con los balines). En segundo lugar, un puesto de turrones, dulces y charlots (unas preciadas bolsas de cascaruja de las que lo que más se valoraba —lo más caro y por ello escaso en su interior— eran las almendras y las avellanas; menos valorados eran los cacahuetes; y aún menos, los abundantes torraos). Y en último lugar, una atracción llamada «las barcas», que recuerdo siempre situada en el mismo lugar del pueblo: al otro lado de la carretera y justo enfrente de lo que ahora es el Bar Juanín, una atracción tipo columpio en la que, en escenas sueltas de mi memoria, aparecen siempre las mismas personas: un padre de familia y su hija.

Y de esta atracción de las barcas permanece anclada en mi recuerdo una imagen muy especial, que sobresale muy por encima de todas las demás: la de los muslos jóvenes, tersos, morenos… de la chica que ayudaba a su padre en el negocio, una zagala muy joven aún, adolescente, de la que algunos chiquillos del pueblo (púberes todavía, con solo unos pocos años menos que ella), situados estratégicamente en los alrededores de la atracción, apenas apartábamos la mirada… de sus muslos concretamente, a los que no quitábamos ojo, muy pendientes del momento en que tenía que empujar cada una de las barcas para impulsarla con los primeros alburzones.