Me acuerdo bastante
bien de aquella familia que a mis ojos aparecía en fiestas patronales, en
fechas de comienzos de otoño en las que era costumbre en el pueblo la
instalación de unas pocas atracciones de feria para la diversión del pobre
paisanaje de aquellos años de hambre, miseria… de necesidad: una pequeña feria
que de ninguna manera se podría comparar con lo que se ve ahora durante esos
mismos días festivos en la que ya no parece la misma localidad de entonces.
En mis recuerdos se
me presentan siempre las mismas atracciones. En primer lugar, aunque el orden
es solo para el relato, una caseta de tiro con «escopetas de perdigones» que se
utilizaban para disparar a distintos objetos situados a un escaso par de metros
de distancia (me acuerdo concretamente de unas bolas de dulce y unos caramelos
que había colocados sobre cáncamos, y de unos paquetes de tabaco pinchados en
palillos mondadientes que había que romper con los balines). En segundo lugar,
un puesto de turrones, dulces y charlots (unas preciadas bolsas de
cascaruja de las que lo que más se valoraba —lo más caro y por ello escaso en
su interior— eran las almendras y las avellanas; menos valorados eran los
cacahuetes; y aún menos, los abundantes torraos). Y en último lugar, una
atracción llamada «las barcas», que recuerdo siempre situada en el mismo lugar
del pueblo: al otro lado de la carretera y justo enfrente de lo que ahora es el
Bar Juanín, una atracción tipo columpio en la que, en escenas sueltas de
mi memoria, aparecen siempre las mismas personas: un padre de familia y su
hija.
Y de esta atracción
de las barcas permanece anclada en mi recuerdo una imagen muy especial, que
sobresale muy por encima de todas las demás: la de los muslos jóvenes, tersos,
morenos… de la chica que ayudaba a su padre en el negocio, una zagala muy joven
aún, adolescente, de la que algunos chiquillos del pueblo (púberes todavía, con
solo unos pocos años menos que ella), situados estratégicamente en los
alrededores de la atracción, apenas apartábamos la mirada… de sus muslos
concretamente, a los que no quitábamos ojo, muy pendientes del momento en que
tenía que empujar cada una de las barcas para impulsarla con los primeros alburzones.