Tras dos semanas de cierre impuesto por las
autoridades regionales en esta segunda ola de la pandemia, van ya dos días, los
mismos que llevan abiertas de nuevo las terrazas de los bares del pueblo, que
las veo con mucha gente cuando salgo a andar por las mañanas (he leído en la
prensa que en otros lugares de la región está ocurriendo lo mismo, que este
fenómeno es general y también que los empresarios del sector han dicho que, por
la cuenta que les trae, se encargarán ellos mismos de que se cumplan las normas
contra el virus para que no haya que volver a cerrar).
Miro bien (ya se sabe que en los pueblos nos conocemos
todos o casi todos) y advierto que más o menos se trata de los terraceros
habituales, los de siempre: gente en general que, incansable, bajo los toldos
casi cerrados o fuera de ellos, habla, ríe, carcajea, fuma…, y alguna, con la
excusa de la consumición, sin la mascarilla y sin respetar la distancia de
seguridad recomendada.
***
Me ha llamado mi hijo Jose anunciándome que sobre las
doce y media va a traer a Paula y Ángela para que patinen en los soportales de
la plaza a la que da el edificio en que vivo, por lo que, llegada la hora,
bajamos Toñi y yo a la calle —una excepción en estos tiempos de pandemia— para
ver a nuestras nietas y disfrutar con ellas de sus primeros pasos en el patinaje.
Mientras miro con atención a las chiquillas, veo que
pasa junto a mí un conocido de toda la vida —de mi edad más o menos—, un
grandullón barrigudo, buena persona, algo… simplón.
—¿Has visto eso? —le digo mientras señalo en dirección
a la para mí abarrotada terraza de un bar cercano, el mismo en el que lo he
visto a él muchas veces.
—¡Claro, tío, es que han vuelto a abrir los bares! —me
dice, y añade sorprendido— ¿¡no te has enterao!?
—No —miento.
—Pues yo ya he estao antes ahí.
—¿Y qué tal?
—Que me he puesto las botas.
—¿Has almorzao?
—Como Dios manda.
—Pero… ¿bien-bien?
—Me comío seis pepitos —me responde para acabar y
continuar su camino, como diciendo: «ahí queda eso».