En
el crucero de la iglesia del pueblo, justo allí donde se juntan las dos naves
que forman su planta de cruz latina, rememoro a don Bestia junto a un trípode de madera en el que nos
muestra a los niños que estamos frente a él unos carteles de papel estucado
ilustrados con grandes viñetas sin texto, unos cuadros del tamaño, o casi, de
los que años después llamaremos pósteres (¡menudo powerpoint para la época!), gráficos que el cura va pasando en
vertical, para arriba y hacia atrás, y con cuyos dibujos se empeña, con un
estilo muy personal, en enseñarnos distintos aspectos de la historia sagrada,
intercalando a su modo entre las diversas historias bíblicas «su» doctrina; sí,
la suya, mezclada con la de la iglesia católica.
En
unos pocos bancos que hay situados frente a don Bestia estamos sentados con
aparente formalidad un grupo de niños que, recién salidos de la escuela,
andamos atentos, por la cuenta que nos trae, a lo que el cura nos cuenta, pues
en la mano exhibe un palo largo (no es redondo, es un prisma octogonal de poco
más de dos metros de arista lateral y de unos cuatro centímetros de diagonal en
sus bases regulares), un palo que es la parte larga de una cruz que ha perdido
el trocito pequeño que, próximo a uno de sus extremos, la cruzaba, una cruz que
se utilizaba en las procesiones para golpear con su extremo inferior la parte
delantera del trono con el fin de que el sonido producido comunicara a los
nazarenos portadores del paso la orden de que se detuvieran o de que reanudaran
la marcha, según fueran desfilando o estuvieran parados, respectivamente.
Con
solo mostrar el palo, aunque debido a su hábil manejo, tiene garantizada don
Bestia nuestra atención, real o simulada, porque en el momento menos pensado,
cuando por distracción no lo esperes, puede caerte encima (siempre te golpea
con alguna arista), pues, gracias a su longitud, llega sobradamente hasta el
último niño de la última fila, a quien el párroco, llegado el caso, golpea
certeramente y siempre en la cabeza repetidas veces al tiempo que pronuncia la
palabra «penco» también repetidamente, una vez por cada golpe, marcando en cada
caso el pulso rítmico con cada estacazo, y demostrando con ello la increíble
sincronía de destrezas motrices y capacidades musicales de nuestro cura.
Precisamente,
debido a ese ritmo de la palabra «penco» repetida por don Bestia mientras te
sacudía, permanece todavía hoy con claridad en mi cabeza el recuerdo de que
solían ser tres los golpes propinados: penco, penco, penco (tres parejas de
corcheas —equivalentes a tres negras—, la primera de cada par acentuada con el
palo, que, por tanto, te golpeaba a ritmo de negra).
Cuando
saco este tema en alguna conversación con gente más o menos de mi edad, siempre
hay alguien que bromea mostrando la parte superior de la cabeza mientras se
palpa lo que dice es una grieta todavía abierta, para indicarnos a quienes lo
escuchamos que aún no se le ha cerrado tras los golpes que le propinó entonces
el bestia del cura.
Así
que es fácil hacerse una idea de cómo entraron en las molleras de los
chiquillos de mi época muchas de aquellas historias del Antiguo Testamento y
algunas de las aventuras de Jesús en el Nuevo: David y Goliat, Sodoma y
Gomorra, Esaú y Jacob (con lo del plato de lentejas y la primogenitura, que
entonces no acababas de entender cómo se podía ser tan tonto como para cambiar
toda una herencia por un plato de comida), la historia de Isaac, la de David y
Betsabé (muy morbosa, no sé para quién más, pienso ahora, si para los niños o
para el propio cura), la de Judit y Holofernes, la de Sansón, la historia de
José y sus hermanos, que incluía la también morbosa escena del protagonista con
la esposa de Putifar; el sermón de la montaña, la resurrección de Lázaro y la
expulsión de los mercaderes del templo; la lista de los doce hijos de Jacob,
que había que saberse de memoria y en riguroso orden bajo la sempiterna amenaza
del largo palo y el triple y rítmico «penco, penco, penco», etc.
Bien...
pues... esto me cuadra bastante bien con lo que vengo predicando muchos años
sobre el apreciable, aunque no tan apreciado como me gustaría, valor formativo
de la música; por lo visto, el rítmico «penco, penco, penco» (tanto los golpes
reales sufridos, como, en mi caso, los imaginarios temidos) contribuía a «meter
el conocimiento» en la cabeza de los niños y conseguía que permaneciera allí per saecula saeculorum.