Llamo ahora don Bestia al cura que marcó parte de mi infancia, el que, de los varios que hubo en el pueblo durante aquellos años, de alguna manera más influyó en mí, y lo hizo, desde luego, de forma negativa, muy negativa.
Fue con él con quien tuve que hacer la primera comunión y con quien durante años, periódicamente, hube de confesar mis pecados: primero, a menudo, y después, de vez en cuando, distanciando poco a poco cada vez más mis visitas al confesionario, hasta eternizar sus intervalos; en fin… él fue el cura al que tanto miedo tuve, pues siempre me pareció muy brusco... violento… un animal.
No recuerdo haber oído nunca a don Bestia hablar con dulzura; sí, sin embargo, me acuerdo de que te arreaba algún pescozón o tirón de orejas cuando, arrodillado frente a él en el confesionario, compungido, le decías que te habías tocado, tu pecado habitual. Y a él había que dirigirse prontamente para besarle la mano cuando te lo encontrabas por la calle, incluso aunque estuviera a decenas de metros de distancia. Y también era él quien, para que prestases más atención, te golpeaba varias veces, rítmicamente, en lo alto de la cabeza, con un largo palo muy aristado, si creía haberte pillado distraído mientras explicaba su doctrina.
Y creo que sus mañanas y tardes consistían en el deleite vicario e inconfesable de asistir una tras otra, como en una larga sesión de pornografía oral, a las minuciosas confesiones de nuestra irreprimible sed de sexo. El padre Mario quería siempre detalles, más detalles, con quién y cuántas veces y con cuál de las manos y a qué horas y en dónde, y uno le notaba que esas revelaciones, aunque las condenara de palabra, le atraían de una manera enfermiza, tenaz, y que su insistencia en el interrogatorio lo único que revelaba era su ansia por explorarlas. (Abad Faciolince, Héctor, 2006: El olvido que seremos, Barcelona, Seix Barral, pág. 84).
Ya su físico imponía: Un cuerpo grande, recio y redondeado aunque no muy gordo, ensombrecido por la vestimenta curil, coronado por una cabeza mussoliniana que se conectaba al tronco por un cuello que recuerdo corto y ancho, con un pescuezo molludo que tenía dos pliegues horizontales a unos tres centímetros de distancia uno del otro, por encima y por debajo de la molla sobresaliente, y vestido con una sotana parecida a la del dómine Cabra que de forma tan extraordinaria retrató Quevedo en El Buscón.
Continuará.