Antonio es un panadero del pueblo que, además de pan, elabora dulces de tipo tradicional (monas, pastelillos de cabello de ángel, mantecados, tortas de pascua, torta de chicharrones…), unos dulces que, en solitario —lo veo a menudo trabajando, siempre solo—, elabora en su obrador, situado a unos muy pocos metros del local donde se venden dichos productos.
Cuando, en mi caminata matutina, paso por la calle y miro hacia el interior del obrador de Antonio lo veo atareado, centrado en la elaboración de sus dulces; y a menudo pienso que es una suerte tener un trabajo así, desarrollándolo a tu ritmo, tú solo, sin depender de nadie, sin jefe…; y más aún si te gusta lo que haces, como le ocurre a él, pues se lo he comentado recientemente y me ha dicho que sí, que tiene la suerte de que le gusta mucho su trabajo.
Esta mañana, después de pasar la ITV del coche, decido dar un paseo por el pueblo, evitando en lo posible los rayos de sol, en una hora en que ya resultan peligrosos. A los pocos minutos, voy por la calle donde Antonio tiene su obrador, y, unos treinta metros antes de llegar a su puerta, lo veo venir de frente, en dirección al establecimiento donde son vendidos los dulces, con una llanda de monas —deduzco que recién hechas, recién sacadas del horno— en las manos.
Por cierto, la palabra «llanda», como tantas otras que me resultan familiares de toda la vida, no aparece en el diccionario de la Real Academia Española, ni en el María Moliner, al que acudo inmediatamente después, aunque sí la encuentro —como tenía por seguro antes de la consulta— en el de Diego Ruiz Marín (Vocabulario de las Hablas Murcianas. El español hablado en Murcia. Murcia, Diego Marín, 2007).
llanda. f. Bandeja de hojalata, con rebordes, para meter al horno bollería y viandas.
A lo que iba: En la calle, Antonio y yo nos vemos, recíprocamente, venir de frente, y, cuando se encuentra a mi altura, cruzamos nuestras miradas y me dice:
—¡Buenas!
—¡Muy buenas! —le respondo, devolviéndole el saludo.
—Y calenticas —me contesta para terminar, creyendo que con mi «¡muy buenas!», en vez de devolverle el saludo, me he referido a las monas que lleva en la llanda.
Cosas chocantes de la comunicación en el lenguaje oral, pienso, y pronto me viene a la mente el término «anfibología», y, ¡claro!, nada más llegar a casa, vuelvo a echar mano del diccionario de la RAE.
anfibología. 1. f. Sentido equívoco que presenta una palabra o una expresión en un determinado contexto.
Sin.: equívoco, ambigüedad.
Ant.: claridad, precisión.
(Diccionario de la Real Academia Española)
Después, se me ocurre que, al final de mi caminata (como colofón: pensando ya en que voy a sentarme a escribir este artículo), puedo pasar por el local donde se venden los productos de Antonio y comprar una mona; y eso hago, entro en el mismo, se la pido a la chica que atiende el mostrador y le señalo la que más me gusta de aspecto —tostadica— de entre las que hay en la llanda que acaba de llegar, pues quiero comprobar lo de «muy buenas», a pesar de que la mona no aparece en la lista de mis dulces favoritos; de paso, aprovecho y pido también un pastelillo de cabello de ángel para Toñi, que le gustan mucho.
Y, una vez más, tiene lugar la magia de la asociación de ideas, gracias a la cual me viene a la memoria un sketch de Tip y Coll en el que ambos representan —no recuerdo qué papel interpreta cada uno— a un frutero y a un cliente que entra en la frutería del primero para comprar peras (lo reproduzco de memoria).
El comprador dice:
—Buenas, ¿tiene usted peras?
El frutero contesta:
—Muy buenas.
Y el cliente, de nuevo:
—Muy buenas, ¿tiene usted peras?
Lo dicho: cosas del lenguaje, de la comunicación.
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