Mediada la década de los años setenta
del siglo pasado, aprendí a valorar y a disfrutar de El Buscón, de
Quevedo, una de las cumbres, si no el pico más alto, de la novela picaresca
española; y lo aprendí de Gustavo Romera, que, la primera vez, me comentó
detalladamente —después… ya lo haríamos al alimón— la extraordinaria
descripción que el gran escritor barroco hace del licenciado Cabra, una
maravilla de retrato físico y psíquico, un ejemplo literario de primerísimo
orden. Con cada detalle, Gustavo me contagiaba su entusiasmo a través de su
lectura y comentarios, pues se detenía con humor en cada aclaración que
consideraba más o menos necesaria, cosa que de inmediato aprendí e hice yo
también después muchas veces en la escuela para mis alumnos, aunque a otro
nivel, como es lógico.
[...] Él era un clérigo cerbatana,
largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir
para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que
miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para
tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había
comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan
dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a
comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes
y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con
una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la
necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una.
Mirado de medio abajo, parecía tenedor o
compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se
descomponía algo, le sonaban los güesos como
tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la
cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano
del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros.
Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de
grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según
decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos,
viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era
ilusión; desde cerca parecía negra, y desde
lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con
los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada
zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él.
Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que
guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar
las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
[...]
Quevedo,
Francisco de: El Buscón. Edición de Domingo Ynduráin. Madrid: Cátedra,
1996, págs. 116-118.
Todavía, después de tanto tiempo y de
tantas lecturas, se me saltan, incontenibles, las lágrimas debido a la risa que
me provoca este texto cada vez que se lo leo a alguien (lo hago de vez en
cuando para algún amigo o conocido que me visita), y entonces… siempre… me
acuerdo de Gustavo, y, mentalmente, le doy las gracias.
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