Reflexionaba aquí hace unas pocas semanas sobre la insuficiencia de la palabra para expresar la realidad del mundo, aunque se disponga para ello de un amplísimo vocabulario, de un buen conocimiento técnico de la materia y de un adecuado dominio artístico. Ahora quiero resaltar que esa expresión lingüística, muy pobre en este caso, se da a menudo, creo que demasiado a menudo, teniendo a mano un vocabulario corto y vulgar, cuando no escaso y paupérrimo.
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Escucho en RNE («De pe a pa», 10-11-2021) a Gregorio Luri (presentado por Pepa Fernández como maestro, doctor en Filosofía y autor de muchos libros, entre los que ella destaca La escuela no es un parque de atracciones), que dice haber «dedicado muchas horas a contar palabras» y que ha llegado a la conclusión de que «hay niños, especialmente de las familias más pobres, que escuchan alrededor de seiscientas veinte palabras por hora, y hay niños en los ambientes culturales más sofisticados que escuchan alrededor de dos mil ciento cincuenta palabras por hora». «Eso significa —continúa Luri— que cuando estos niños van a preescolar de cuatro años, uno ha podido escuchar cuarenta millones de palabras más que otro». Y a continuación articula unas cuantas frases que, no por sabidas, dejan de llamar mi atención, unas cuantas verdades que me interesan, como que «existe pobreza lingüística grave asociada a la pobreza cultural de la familia», que «cuanto más sofisticado es ese nivel cultural, más recursos dedican los padres a hablar con sus hijos», que «no podemos pensar bien con un vocabulario de subsistencia», y que en definitiva «se habla bien o se habla mal en función de la complejidad lingüística de la familia».
Mientras lo escucho, pienso que una cosa es la cantidad de palabras que oye el niño en su entorno familiar y otra muy distinta, y creo que más importante, la variedad de las mismas, el número de voces que forman el léxico del entorno en el que se desenvuelve (amén de su calidad: palabras y expresiones bien o mal dichas, presencia tangible o ausencia de tontos tópicos, razonamientos más o menos sesudos…).
Y entonces me viene a la cabeza que hace tiempo leí una reflexión de José Manuel Caballero Bonald sobre este asunto, una reflexión que complementa lo escuchado a Gregorio Luri.
Si mal no recuerdo, el repertorio léxico que emplea en la Península un ciudadano de instrucción media [¡ojo!, dice de instrucción media, no baja] ronda por lo común las quinientas palabras. Cómputo este que resulta de veras escandaloso si se tiene en cuenta que en el Diccionario de español actual, de Manuel Seco, se recogen unas setenta y cinco mil voces. De modo que, de acuerdo con esa deprimente estadística, nosotros nos valemos por aquí de un porcentaje de palabras verdaderamente deplorable. (Caballero Bonald, José Manuel: La costumbre de vivir. Madrid: Alfaguara, 2001, pág. 269).
Ya solo me queda inferir de lo expuesto hasta ahora que en la persona más desfavorecida (social, económica, culturalmente…, y estoy pensando en todo tipo de alumnado) suelen coincidir la escasez y la pobreza de vocabulario.
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