Hace ya tiempo que
enviudó, y desde entonces, cada mañana de cada día, su hija le
prepara el desayuno en la cocina, se lo lleva a la tienda y lo deja, a cubierto
de las miradas de la clientela, tras uno de los dos pesos que hay sobre sendos
mostradores, concretamente detrás del más cercano a la puerta principal del
establecimiento, la que da a la carretera general. Siempre lo mismo: un café
con leche en un vaso grande, de los usados para el agua, y unas pocas pastas de
las que hay en las estanterías para vender «al peso»: dos o tres galletas de la marca Cuétara, que a veces elige y coge él
mismo directamente de la lata que las contiene (maría, campurrianas, tostada…).
Y con cierta frecuencia, dependiendo de que tenga más o menos
trabajo esa mañana y de sus ganas de tomar algo —habitualmente pocas—, el
desayuno puede permanecer allí una hora, dos... incluso toda la mañana, hasta
la hora de la comida de mediodía; y entonces... Rosendo se toma el café con
leche frío, deprisa… de un trago, y sin galletas que lo acompañen.
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