El
hombre que siempre va conmigo, aunque es como yo —física y
psíquicamente—, no es un calco mío al milímetro. Tiene mi misma
edad, y también unas ideas como las mías, pero no exactamente ni
siempre, pues en ocasiones surgen discrepancias entre nosotros, que
solo me preocupan cuando se presentan ante temas delicados. Sus
temores y miedos son parecidos a los míos, incluso más acentuados a
veces y ante según qué casos, y, aunque más ambicioso que yo, sus
expectativas, sus ilusiones, sus esperanzas... sus metas, también se
aproximan mucho a las mías.
Converso
con él constantemente, tratando de entender sus criterios, sus
razones, sus decisiones… algo que no siempre consigo. La verdad es
que con nadie me relaciono
tan fácilmente
como con él, pero, a veces, tengo que
esforzarme y llevar
mucho cuidado para que su parte más divergente de mí —cierto que
pequeña y poco discordante habitualmente— no intervenga de manera
decisiva en asuntos de vital importancia, o para que, si no lo puedo
evitar, lo haga mínimamente. Así que, aun necesitándolo, lucho por
mantenerme al margen de sus desavenencias, ya que de lo contrario
tiende a invadirme y a tratar de imponerme sus razones, sus
criterios, sus soluciones… incluso con vehemencia a veces.
En
definitiva… creo que no debo quejarme, pues en general mantenemos
ambos, y espero que por mucho tiempo, una relación aceptable...
tirando a buena (tampoco es momento
ahora de sacar a relucir nuestras zonas más sombrías), y supongo
que ello se debe a que cada miembro del inseparable tándem que
formamos conoce bien el papel que ocupa en él, y sabe cuándo y cómo
debe intervenir y aportar su opinión, siendo consciente —siempre,
en cada momento— de quién tiene que tomar en última instancia las
decisiones más difíciles y complejas.
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