«En el día de hoy, cautivo
y desarmado el
Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos
objetivos militares. La guerra ha terminado». Burgos, 1° de abril
de 1939. El Generalísimo Franco.
Último
parte de guerra
Y, tras
el final de la guerra, a partir de entonces… el horror para los
republicanos, para todo aquel que, según los rebeldes contra la
democrática República, fuese «desafecto al régimen» —¡al
régimen franquista, claro!—, para todo aquel que no fuese de
alguna manera partidario de la, otra vez según los rebeldes,
«cruzada».
«Se veía
venir», podrá pensar quien conozca lo acaecido en aquellos años en
que transcurrió nuestro enfrentamiento incivil. Bueno… cuesta
creerlo, pero con lo sabido hoy se puede decir que uno de los
objetivos que se plantearon los militares golpistas para atajar,
inutilizar, minimizar… la resistencia republicana y garantizar el
éxito de «su» Glorioso Alzamiento Nacional contra el régimen
republicano, fue el de sembrar el terror.
Algunos
botones de muestra
El 24 de
junio de 1936, antes del comienzo de la rebelión militar, el general
Emilo
Mola Vidal,
uno
de los jefes sublevados
—«el Director»—, envía al general Yagüe (compañero de
rebelión y tristemente recordado por la matanza de Badajoz) unas
instrucciones, entre ellas que:
El movimiento ha de ser
simultáneo en todas las guarniciones comprometidas y, desde luego, de una gran
violencia.
Pasa
casi un mes y, el 19 de julio, recién iniciada la rebelión, Mola
dice a un grupo
de alcaldes en Pamplona, instruyéndolos para el levantamiento:
Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos
que crear una impresión de dominación. Cualquiera que sea, abierta o
secretamente, defensor del Frente Popular, debe ser fusilado.
Pocos
días después, el 31 de julio, la prensa francesa publica que
Indalecio Prieto ha sido elegido por el Gobierno de la República
para que negocie con los militares rebeldes; y ¿cómo responde
Mola?:
¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta Guerra tiene que terminar con el
exterminio de los enemigos de España.
El
1 de octubre de 1937
(un año después de ser investido Franco como Jefe del Estado con
todos los poderes, y por ello Día del Caudillo a partir de
entonces), Juan
Yagüe Blanco —el general instruido por Mola, el de la «hazaña» de Badajoz,
recuérdese—, otro de los cabecillas sublevados, dice en San
Leonardo (Soria):
Y al
que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la
cárcel o al paredón, lo mismo da. Nosotros nos hemos propuesto redimiros y
os redimiremos, queráis o no queráis. Necesitaros, no os necesitamos
para nada; elecciones, no volverá a haber jamás, ¿para qué queremos vuestros
votos?
¿Y
Franco? ¿Se manifiesta en algún sentido sobre este asunto? Sí,
claro que sí. Francisco
Franco Bahamonde,
«Caudillo de España por la gracia de Dios», dice que:
En una guerra civil, es preferible una ocupación
sistemática de territorio, acompañada por una limpieza
necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos
enemigos que deje al país infectado de adversarios.
Y con ocasión de una
entrevista que le hace Jay Allen, periodista del Chicago Daily Tribune,
el enviado por Dios se expresa con claridad inequívoca al respecto:
Franco.— No habrá compromiso ni tregua, seguiré preparando
mi avance hacia Madrid. ¡Avanzaré! Tomaré la capital. Salvaré España del
marxismo, cueste lo que cueste.
Allen.— ¿Eso significa que tendrá que matar a la mitad
de España?
Franco.— Repito, cueste lo que cueste.
Pero… ¿Y la iglesia? Algo tendría que decir la
iglesia, ¿no?, en algún sentido se manifestaría alguno de sus más altos
representantes. Pues… efectivamente, el cardenal primado de España, Isidro Gomá, el 28 de junio de 1938, se
expresa en unos términos que no admiten la menor duda sobre su pensamiento y el
de buena parte del clero:
Efectivamente, conviene que la guerra acabe. Pero no
que se acabe con un compromiso, con un arreglo ni con una reconciliación. Hay que llevar las hostilidades hasta
el extremo de conseguir la victoria a punta de espada. Que se rindan los rojos, puesto que han sido
vencidos. No es posible otra pacificación que la de las armas. Para organizar la paz dentro de una constitución cristiana, es indispensable extirpar toda la podredumbre de la legislación laica.
Conocido de sus propias bocas,
en sus propias palabras —por pequeño que sea el muestreo—, lo
que predicaban los instigadores y altos representantes del que, según
Alberto Reig Tapia (La
crítica de la crítica,
Siglo XXI), ni fue «glorioso», ni «alzamiento», ni mucho menos
«nacional», ¿a quién extraña, entonces, que tras acabar la
guerra se mantuviera
la «atmósfera
de terror» que el Director de los sublevados había pedido propagar
el 19 de julio de 1939?
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