He aquí
dos fotografías, y en ambas, separadas en el tiempo por cincuenta
años, Vicente Carlos y yo. Y la pregunta que me viene a la cabeza al
contemplarlas tras el paso de ese en absoluto inocuo medio siglo es:
¿Los protagonistas somos las mismas personas en una y otra foto?
¿¡Las mismas personas!?: sí y no. Aparentemente, sí, los de ahora somos los mismos Vicente Carlos Campillo y Pepe Abellán de entonces; solo hay que mirar con atención algunos de nuestros rasgos faciales en una y otra foto para comprobarlo. Pero realmente no somos las mismas personas. Cada uno de nosotros, en la actualidad, no es el mismo que era en aquellas fechas de la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo pasado, pues no en vano han transcurrido —rápidos, lentos…— cincuenta años, con sus consecuencias, sus secuelas, sus estragos a veces, y, ¡claro!..., sin duda, de alguna manera, somos otros, otro Vicente Carlos Campillo y otro Pepe Abellán.
Desde un punto de vista científico se
puede decir que prácticamente ninguna de las células que conformaban nuestros
tejidos, nuestros órganos, nuestro cuerpo de aquellos años, ninguna de las que
había en cada uno de nosotros entonces, permanece en el mismo organismo ahora.
Los
años pasan, la vida te va presentando sus facturas —muchas de
ellas, tus fracturas—, una tras otra, incluso a veces agrupadas, y
en cada uno de nosotros no permanecen —por lo menos no con
exactitud ni en igual medida— los mismos deseos y aspiraciones, los
mismos sentimientos, emociones, preocupaciones... las mismas ideas de
antaño; seguro que los grados de felicidad, los momentos de su
aparición y los factores que la propician, tampoco son los mismos
ahora que entonces. Hace cincuenta años, Vicente y yo teníamos toda
la vida por delante, un largo camino que recorrer; y ahora, por
delante… ¿qué tenemos?: el final de ese camino, casi a la vuelta
de la esquina.
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