Quienes asistían a la subasta, además
de pujar por los distintos lotes de género, podían ofrecer dinero para que
alguno —o algunos— de los presentes en el acto subiera al escenario y ocupara el puesto de subastador, o para que
ayudara a quien ya estaba subastando, o para que cantara una canción, o para
que bailara un pasodoble, acompañado por algunos músicos de la banda del pueblo
que nunca faltaban en el local, o para que estos últimos tocasen algo, o…
(échesele imaginación); y todo con el fin de animar la subasta y aumentar en lo posible una recaudación
en beneficio de gente muy necesitada de ayuda en el pueblo.
Y el fulano propuesto mediante
donación para que subiera al escenario e hiciera cualquiera o cualesquiera de
las cosas antedichas no podía negarse, se veía obligado a hacerlo, o a superar
la puja para librarse de ello o para que subiera otro en su lugar; por ejemplo,
lo más habitual era que, si fulano podía anímica y económicamente, superara la
cantidad ofrecida por el rival en la puja para que fuera este, el oferente
inicial, quien subiera al escenario a subastar, a bailar... a lo que fuera: sí,
intentabas que subiera al escenario la persona que quería que subieras tú, para
que hiciera más o menos lo mismo que a ti se te pedía.
—Cinco duros para que salga a subastar fulano —oías decir en voz
alta refiriéndose a ti (también te lo podía comunicar personalmente alguno de
los encargados de la subasta, que se desplazaba hasta donde estabas sentado).
—Diez y que salga él —podías responder tú, una vez identificado el
individuo que quería «sacarte».
—Quince, y que lo haga fulano —intervenía de nuevo el tal
individuo, insistiendo y forzando la puja.
—Veinte, y que salga él —insistías tú también.
—Veinticinco para que salga él, y además… —y podía añadir lo que
se le ocurriera: que te tomaras una copa, que hicieras un brindis, una
reverencia...
[...]
Entonces, una vez sopesada la
cantidad ofertada, subías al escenario y comenzabas a subastar con buen volumen
de voz, tratando de encontrar alguna frase ingeniosa y esperando que alguien te
sustituyera pronto:
—¿Cuánto
ofrecen por este maravilloso bote de sabrosísimo melocotón en almíbar?
—comenzabas.
—Cinco
pesetas —oías decir en la sala.
—«Cinco
pesetas», oigo por ahí; ¿hay quien dé más? —intentabas calentar el ambiente—
Piensen en el postre que se llevarán a casa para toda la familia, algo que no
se come todos los días; anímense, ¿hay quien dé más de cinco pesetas?
—Diez
pesetas —escuchabas a continuación una voz más al fondo.
—¿He
oído «diez pesetas»? Pero... bueno… si el disfrute que espera a quien se lo
lleve vale mucho más, señoras y señores —continuabas, buscando la superación de
la puja—, ¡vamos, ánimo! ¿es que no hay quien dé más de diez pesetas?
[...]
Y así hasta que eras sustituido por
otro subastador a quien «obligaban» a subir al escenario utilizando el mismo
sistema de oferta y contraoferta usado contigo.
Lo bueno era que pasado un rato
podías volver a la carga contra el fulano de antes, el que había pagado por que
salieras tú, al que le tenías ganas y que ahora no presentaría tanta
resistencia, pues ya había gastado una buena cantidad de duros en sacarte.
—Cinco duros para que
suba fulano a subastar —decías, elevando la voz, al tiempo que, sonriente,
echabas un vistazo al tipo tratando de cruzar retadoramente tu mirada con la
suya.