SECCIONES

viernes, 27 de diciembre de 2019

La subasta (y 2)

Quienes asistían a la subasta, además de pujar por los distintos lotes de género, podían ofrecer dinero para que alguno —o algunos— de los presentes en el acto subiera al escenario y ocupara el puesto de subastador, o para que ayudara a quien ya estaba subastando, o para que cantara una canción, o para que bailara un pasodoble, acompañado por algunos músicos de la banda del pueblo que nunca faltaban en el local, o para que estos últimos tocasen algo, o… (échesele imaginación); y todo con el fin de animar la subasta y aumentar en lo posible una recaudación en beneficio de gente muy necesitada de ayuda en el pueblo.
Y el fulano propuesto mediante donación para que subiera al escenario e hiciera cualquiera o cualesquiera de las cosas antedichas no podía negarse, se veía obligado a hacerlo, o a superar la puja para librarse de ello o para que subiera otro en su lugar; por ejemplo, lo más habitual era que, si fulano podía anímica y económicamente, superara la cantidad ofrecida por el rival en la puja para que fuera este, el oferente inicial, quien subiera al escenario a subastar, a bailar... a lo que fuera: sí, intentabas que subiera al escenario la persona que quería que subieras tú, para que hiciera más o menos lo mismo que a ti se te pedía.
—Cinco duros para que salga a subastar fulano —oías decir en voz alta refiriéndose a ti (también te lo podía comunicar personalmente alguno de los encargados de la subasta, que se desplazaba hasta donde estabas sentado).
—Diez y que salga él —podías responder tú, una vez identificado el individuo que quería «sacarte».
—Quince, y que lo haga fulano —intervenía de nuevo el tal individuo, insistiendo y forzando la puja.
—Veinte, y que salga él —insistías tú también.
—Veinticinco para que salga él, y además… —y podía añadir lo que se le ocurriera: que te tomaras una copa, que hicieras un brindis, una reverencia...
[...]
Entonces, una vez sopesada la cantidad ofertada, subías al escenario y comenzabas a subastar con buen volumen de voz, tratando de encontrar alguna frase ingeniosa y esperando que alguien te sustituyera pronto:
—¿Cuánto ofrecen por este maravilloso bote de sabrosísimo melocotón en almíbar? —comenzabas.
—Cinco pesetas —oías decir en la sala.
—«Cinco pesetas», oigo por ahí; ¿hay quien dé más? —intentabas calentar el ambiente— Piensen en el postre que se llevarán a casa para toda la familia, algo que no se come todos los días; anímense, ¿hay quien dé más de cinco pesetas?
—Diez pesetas —escuchabas a continuación una voz más al fondo.
—¿He oído «diez pesetas»? Pero... bueno… si el disfrute que espera a quien se lo lleve vale mucho más, señoras y señores —continuabas, buscando la superación de la puja—, ¡vamos, ánimo! ¿es que no hay quien dé más de diez pesetas?
[...]
Y así hasta que eras sustituido por otro subastador a quien «obligaban» a subir al escenario utilizando el mismo sistema de oferta y contraoferta usado contigo.
Lo bueno era que pasado un rato podías volver a la carga contra el fulano de antes, el que había pagado por que salieras tú, al que le tenías ganas y que ahora no presentaría tanta resistencia, pues ya había gastado una buena cantidad de duros en sacarte.
—Cinco duros para que suba fulano a subastar —decías, elevando la voz, al tiempo que, sonriente, echabas un vistazo al tipo tratando de cruzar retadoramente tu mirada con la suya.

viernes, 20 de diciembre de 2019

La subasta (1)

Cuando llegaban las fechas de Navidad, en los primeros días festivos de aquellas vacaciones que olían a dulces caseros, pronto podías escuchar por las calles del pueblo las músicas y los cantos de aguilando entonados por un grupo de personas que, de casa en casa, iba pidiendo donativos —dinero o cualquier otra cosa— para La Caridad, una asociación benéfica muy popular en nuestra localidad.
En el grupo aguilandero, el de mis recuerdos, unos pocos componentes (entre ellos algún trovero, como el Tío David, el Farinas, el Pichules...) eran los encargados de cantar los villancicos, tanto los solos —a menudo repentizados— como las partes corales de los estribillos; y unos cuantos músicos instrumentistas —voluntarios y en un apaño casi improvisado— acompañaban el canto con sus «pitos», que no eran siempre los mismos: clarinete, tuba, saxofón, trombón, bombo, caja, acordeón, violín, guitarra…: todo «pitos», como puede apreciarse. Otro integrante del grupo portaba el estandarte de la asociación pedigüeña y, por último, otro llevaba en sus manos una bolsa de tela que recuerdo de color rojo, un saquito en el que se iba introduciendo la donación que algunos vecinos hacían en dinero, aunque podía consistir en cualquier otra cosa, por insospechada que ahora pueda parecer: animales, muebles, ropa... cualquier objeto... Y todos estos donativos no monetarios eran subastados, ya bien entradas las fiestas, en un acto público, un acontecimiento muy popular por aquellos años, que recuerdo realizado en el Cine de la Cadena, y que era conocido como La subasta de La Caridad.
El cine se llenaba de gente dispuesta a pasárselo bien, y alguna, no toda, a colaborar con la asociación benefactora. Desde el comienzo del acto, sobre el escenario del local había continuamente una persona —a veces, más— encargada de subastar los distintos productos que iba ofreciendo al público de la sala: los artículos que habían sido donados a la asociación en sus recorridos petitorios por casas familiares y establecimientos comerciales del pueblo. Estos productos subastados iban desde lo más cotidiano (un par de alpargatas, una camisa, una percha, una pastilla de jabón, un bote de melocotón en almíbar…), hasta lo más insólito, como un braguero para personas herniadas o un chupete para bebés (recuerdo una enconada puja, entre dos abuelos novatos y con buen nivel económico, por conseguir uno), pasando por los típicos embutidos de la zona: chorizos, morcones, morcillas..., y por los animales de corral: pollos, conejos, pavos…
El subastador de turno, desde el elevado escenario del cine, iba ofreciendo al público los productos, que, a veces, sumando unos a otros, agrupaba en lotes; y animaba a la participación del respetable con un parloteo que, aunque casi siempre excesivo, con frecuencia resultaba apropiado, incluso gracioso, puro estilo Ramonet: «Señoras y señores, aquí tengo para ofrecerles por lo que ustedes quieran dar… algo de absoluta necesidad en el hogar, un producto de increíble utilidad, que no puede faltar en ninguna casa que se precie de…».    
Continuará.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Sensibilidad

Algo apurao de tiempo, llego a la sección de cardiología del Hospital Reina Sofía, guardo una pequeña cola ante el blanco mostrador y —¡uff, a tiempo, menos mal!— me presento ante una de las administrativas que hay tras él, una desangelada mujer, grande y gorda, que, con lentitud y desgana, nos va atendiendo a quienes estamos en la cola de las citas. Le entrego mis papeles, los mira, me mira…
—Pase por ahí y siéntese —me dice, de un humor algo agrio.
—¿Me llamarán? —le pregunto con prudencia, algo amohinao.
—¡Madre mía, no sé cómo tengo que decir las cosas! —masculla la avinagrada señora por lo bajini, sin contestarme directamente, mientras se vuelve para dejar mi cita sobre uno de los montones de papeles que, sobre un mueble, tras ella, esperan ser despachados.   

Me giro, abandono la cola para que avance y sea atendido el siguiente y, mientras con la mirada busco un sitio donde sentarme, pienso: «¿mala educación?, ¿grosería?, ¿carencia de profesionalidad? ¿falta de gusto por el trabajo bien hecho?…», aunque, finalmente, me inclino por un término que puede englobar y ser la causa de todo esto: «insensibilidad». Sí, insensibilidad, ese es el achaque que achaco a la individua; es lo que pienso mientras me siento y me dispongo a tomar nota de lo recién vivido para que no se me difuminen los detalles en la mollera.

[…] Tropiezas con alguien en la acera, pides perdón y no te contesta; al pronto lo atribuyes a mala educación, pero enseguida adviertes que no ha notado siquiera tu contacto; no es mala educación, es algo previo y más irremediable: falta de la sensibilidad que se necesitaría para poder tener buena o mala educación. (Sánchez Ferlosio, Rafael: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Barcelona: Destino, 1993, pág. 151).


viernes, 6 de diciembre de 2019

Con ojos de niño

CON OJOS DE NIÑO
El niño mira
con ojos de niño,
y ve
con ojos de niño.

El niño oye
con oído de niño,
y escucha
con oído de niño.
El niño siente
con sentidos de niño,
y razona
con mente de niño;
imposible que entienda,
que comprenda…
como adulto.
El niño,
a su manera,
mira, ve,
oye, escucha,
observa, advierte,
relaciona, piensa,
reflexiona y...
(ya digo, a su manera)
…comprende.

Pero...
habrá de pasar el tiempo
para que,
con los años...
si se esfuerza...
si se empeña...
P. Abellán


viernes, 29 de noviembre de 2019

Maestros ejemplares

Esto que quiero contar ahora ocurrió hace ya quince años. Fue un día en el que los maestros del último colegio en que estuve desempeñando mis labores docentes salimos a comer a un lugar especial, solo conocido entonces por el guía del grupo: Blas. El restaurante —así lo llamaremos— era una cueva con dos pequeñas dependencias abovedadas donde el dueño, previo encargo —tenía poco espacio—, nos sirvió un buen arroz con conejo que pudimos disfrutar en un ambiente único.
No vaya a creerse que es tan fácil organizar exitosamente una «comida de trabajo» si además se pretende de interés culinario, pedagógico, cultural y terapéutico, todo a un tiempo. Obsérvese, si no, el grupo de sabios (amplios conocimientos matemáticos, geográficos, literarios, artísticos...) al que hubo que recurrir para garantizar el éxito de la planificación del acto que requiere hoy nuestra atención, ya digo: culinario, pedagógico, cultural y terapéutico.
Y no es tan fácil la organización porque no solo se trata de comer, que eso sí sería sencillo de organizar; hay que programar también alguna visita de interés y/o alguna parada en el recorrido, algo que merezca la pena culturalmente, como por ejemplo el alto en el camino que muestra la foto que viene a continuación, en el que Blas, alma mater del grupo pater, perdón—, nos habla del relieve, concretamente, de la orogénesis y la morfología de la zona.

Tras esta primera muestra de interés cultural, vayan ahora otras del valor culinario —y terapéutico, importante también— de este acto. He aquí, pues, unas instantáneas del lugar, de la comida y del ambiente que allí se respiraba, para que se puedan apreciar reflejados esos saludables valores que acabo de destacar.

Comida y servicio.

Ambiente lúdico, relajado...


...sereno, reflexivo...
Y, de nuevo, ¡cómo no!, la presencia —constante, diría yo— de la cultura. En la siguiente foto, imagínese de qué hablan los protagonistas que destacan en primer plano. Yo pienso que uno de ellos pregunta al otro por el estilo artístico de la fachada, mientras el segundo reflexiona interiormente sobre lo cargao que va su compañero.
 

Al final (todos a gusto, con la mente y el cuerpo armónicamente satisfechos), la foto para la historia («historia» con minúscula, ¡ojo!). 
Por mí y por todos mis compañeros.