SECCIONES

viernes, 29 de septiembre de 2017

Mejor, de mimbre

Claramente podemos apreciar que la escritura —en música, notación— cumple una doble función. Por un lado sirve para preservar del peligro del olvido, ya que protege con anticipación y resguarda del daño que pueden ocasionar la pérdida, la modificación y el deterioro que, desde luego, se dan en la transmisión oral. Y por otro lado sirve para difundir, pues a través de ella se propagan, se divulgan, conocimientos, ideas, sentimientos, noticias...
En los tiempos del Gregoriano, la escritura musical andaba aún en pañales. Tan incipiente y rudimentaria era que resultaba insuficiente (por poco precisa: en altura, en duración...) para quienes tenían que aprender el repertorio; y como resultaba insuficiente se necesitaba de todo tipo de ayudas mnemotécnicas, como el gesto del director del coro —quironomía o quironimia—, y, además, de algún otro empujón más «estimulante», más fuerte, como el proporcionado por unas adecuadas cimbreantes varas de mimbre aplicadas con «sabia» mano.
Un «custumal» del siglo XI, libro de reglamentos para el monasterio cluniacense de San Benigno, en Dijon (más tarde catedral), nos dice que «en los nocturnos, si los niños cometen alguna falta en la salmodia o en otro canto, bien por quedarse dormidos o por alguna transgresión semejante, no debe producirse demora alguna, sino que se los despojará del hábito y del capuchón y se los golpeará, cuando sólo tengan puesta la camisa, con cimbreantes y lisas varas de mimbre, adecuadas para ese propósito especial». (Robertson, A. y Stevens, D. (directores), 1966: Historia General de la música (3 Vols), Madrid, Istmo–Alpuerto).

viernes, 22 de septiembre de 2017

Protones, neutrones, electrones y...

Mi hijo Antonio ha asistido recientemente a la lectura de la tesis doctoral de una compañera de departamento de cuando él hizo el doctorado. Tras la defensa de la tesis llega la calificación —sobresaliente cum laude—, las felicitaciones, los abrazos... Después toca ir de comida a un buen restaurante. La costumbre entre los compañeros del departamento —doctorandos, doctores, aspirantes futuros...— es ayudar entre todos al actual lector o lectora de la tesis en el pago de la comida, tanto de la de ellos como de la de los componentes del tribunal, que van a cuenta de los peones del departamento.
Me cuenta mi hijo que el cátedro presidente del tribunal, que durante la comida ha tomado unas copas de buen vino, ya en la sobremesa se suelta y les dice que ha cumplido setenta años, que acaba de dar su última clase en la universidad de donde viene y que, recordando esa última clase, viene a cuento darles un consejo a los jóvenes presentes en la comida, a aquellos que comienzan su andadura o lo han hecho recientemente. Así que a continuación les hace una encarecida recomendación que, asegura, si le hacen caso, les ayudará a llevar una mejor vida, la misma recomendación, dice, que ha hecho a sus alumnos universitarios en esa clase de despedida de la que acaba de hablar.
La máxima filosófica —les explica— es la siguiente: En el mundo (no recuerda Antonio si ha dicho mundo o universo) hay protones, neutrones, electrones y... [espera un momento el sabio profesor, como reclamando atención] ...tontos de los cojones; a continuación añade que hay que tener en cuenta los tres primeros elementos y pasar, dejar de lado intencionadamente y no hacer caso del cuarto grupo, el de los tontos de los cojones. Así, les dice satisfecho de tan importante aportación a sus vidas, les irán mejor las cosas.
He pensado en el consejo y la verdad es que le veo cierta lógica. Encuentro intencionalidad en el orden en que expone esos elementos que hay en el mundo (¿universo?), así como se la encuentro a qué partes hay que prestar atención y a cuáles dar de lado. Parece clara la intención del orden utilizado, que va de los protones, con carga positiva, pasando por los neutrones, con carga neutra, y los electrones, con carga negativa, a los tontos de los cojones, con carga muy, pero que muy negativa. Así que es evidente que aconseja dar de lado a lo muy negativo, ¿no? Pues ya saben: una buena terapia.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Una bruja y un payaso

Una bruja...
Acaba de comenzar el verano y ya aprieta el calor. Voy con mi hijo mayor, mi nuera y mis nietas a tomar un helado a la heladería que hay junto a la iglesia del pueblo. Una vez allí, en una de las mesas de la terraza, «es obligado» llevar a las niñas a las escaleras que dan entrada al templo, situadas a unos pocos metros de nosotros; ¿para qué?, pues para que suban y bajen sus escalones incansablemente (y agotadoramente para los adultos que las acompañamos) en diversos estilos y modalidades: andando, saltando, hacia delante, lateralmente, para atrás...; también, para que bajen corriendo la rampa que, para gente necesitada, hay en un lateral de las escaleras; para que se cuelguen de la barandilla que hay junto a dicha rampa.... Échenle imaginación y aun así se quedarán cortos ante la variedad.
Los tres adultos nos turnamos para aguantar el tirón con las crías. Mientras uno está con ellas, los otros se relajan y descansan sentados en la terraza de la heladería; y eso, relativo reposo, es lo que en este momento me toca a mí, pues es mi nuera quien está con las niñas. Las tres, madre e hijas, han subido los escalones y desaparecen durante unos momentos por la puerta de entrada a la iglesia: las pierdo de vista.
Regresa mi nuera de su turno a los pocos minutos; vienen las tres, esperando las pequeñas que alguien se vuelva a ir de juego con ellas. Entonces me dice mi nieta Paula, señalándome con la mano en dirección a la puerta de la iglesia:
—Abuelo, es María.
Miro en la dirección que me señala y veo una monja, toda de blanco.
—¿Quién es María?, ¿aquella mujer? —pregunto a mi nieta, señalando en dirección a la sor con más discreción que lo ha hecho la niña—, ¿la monja?
—Sí.
Entonces me dice mi nuera que Paula y la monja acaban de tener una breve e interesante conversación en la que mi nieta ha tomado la iniciativa.
—¿Tú eres una bruja? —le ha preguntado inocentemente la niña.
—No, yo soy una monjita —se apresura a contestar con dulzura la monja.
—¿Y cómo te llamas? —sigue preguntando la chiquilla.
—María.
Y así quedó la cosa ese día, de manera que cuando posteriormente hemos ido allí a tomar un helado, Paula se acuerda y pregunta por María.
Días después, en el mismo contexto, presencié una escena parecida, pero cambiando de niña protagonista. Imagínenme sentado en la terraza de la heladería; las chiquillas andan, esta vez acompañadas por su yaya —mi consuegra—, en las escaleras de la iglesia; miro hacia donde están ellas y escucho a mi nieta Paula que desde unos veinte metros de distancia me dice, elevando la voz para que la onda sonora llegue bien a mis oídos: «¡si no da miedo!»; y lo repite un par de veces: «¡abuelo, si no da miedo!, ¿a que no?». Al poco me entero de la razón por la que lo dice: Resulta que María, la monja, hoy tocada de color negro en la cabeza, le da miedo a Ángela, mi nieta pequeña, que es quien ahora dice que la monja es una bruja; y Paula, en su papel de «más mayor», trata de quitarle importancia y me explica a mí, desde la distancia, lo que le dice y le repite a su hermana para tranquilizarla: «¡si no da miedo!».
Y así están las cosas por ahora con el asunto de la bruja-monja.
...y un payaso
El tema de la monja me lleva a recordar algo que hace ya muchos años —cerca de cuarenta— me ocurrió con mi hijo mayor, el padre de Paula y Ángela, las protagonistas de la historia que acabo de contar.
Vivíamos en la casa que tuvimos antes de la que disfrutamos ahora; yo andaba en mi estudio y mi hijo en el salón, jugando y viendo la tele. De pronto veo que, muy sorprendido, viene corriendo hacia donde estoy y me dice: «¡ven, papá, mira, un payaso!».
Voy preparado; ver un payaso en televisión no es como para maravillarse, pienso que pensé entonces. Salgo de mi estudio con el niño de la mano y voy a mirar el payaso que dice haber visto en la pantalla y que al parecer tanto le ha chocado. ¿Y...? Me llevo una buena sorpresa, porque no es un payaso, ni se le acerca; es el Papa, sí, el de Roma, que, ataviado como de costumbre, ceremonialmente, para algún acto de los suyos, con esas «vistosas» vestimentas, ha hecho creer a mi hijo que se trataba de alguien disfrazado de payaso, según su natural lógica infantil al margen de educación religiosa alguna.
Qué quieren que les diga: me dio la risa. En otra casa, otra familia casi seguro que habría reprendido al niño o le habría dado algún pescozón, por sacrílego o no sé por qué, pero yo pensé que era gracioso; reflexioné, saqué mis conclusiones —saquen ustedes las suyas—, me reí y... lo he contado muchas veces.
Ahora, las dos anécdotas, la de la bruja y la del payaso, suelen ir de la mano.


viernes, 8 de septiembre de 2017

La muda del gallego

A Tomás Cayuelas, además de su bonhomía, lo caracterizan la envergadura de su físico, su perenne buen humor, un vocabulario muy particular y un gracejo campechano en su más que abundante parloteo. Él fue la primera persona a la que recuerdo haber escuchado la expresión «sin en cambio», que desde entonces he oído de vez en cuando en el pueblo y siempre me ha chocado.
La expresión «sin en cambio» podría ser calificada como «súper locución adverbial», pues une en un curioso mezclijo el poder de dos locuciones de este tipo: «sin embargo» (sin que sirva de impedimento) y «en cambio» (por el contrario).
Cuenta Tomás (que por su aspecto físico, su fortaleza, me trae a la memoria a Josechu El Vasco) y lo hace con gracia, como suele relatar sus cosas, que cuando estuvo trabajando en el extranjero, conoció bastante bien, pues se alojaba en la misma casa que él, a un gallego que hacía (provocaba es término más preciso, por lo que cuenta nuestro amigo) un rolle alrededor de su persona, bien fuera en el autobús, en el metro o en cualquier medio de transporte público que utilizara. El rolle o corro en torno al gallego se debía a que la gente que lo rodeaba comenzaba a distanciarse prudentemente de él, a protegerse respetando un círculo a su alrededor, el famoso cordón de seguridad, porque el individuo en cuestión olía muy mal, atufaba.
¿Que por qué atufaba? Pues... para que se hagan una idea, a continuación va un botón, como el de la famosa muestra.
Dice Tomás, que relata la historia acompañándose de gestos ilustrativos muy enriquecedores, que el gallego tenía dos pares de calzoncillos: los que llevaba puestos y otros que guardaba debajo del colchón de su cama, entre este y el somier. Cuando quería «mudarse», se quitaba los calzoncillos que llevaba puestos y los sustituía por los otros, que, sin haber sido lavados, estaban esperando el cambio en el lugar que días antes se les había asignado.
En el diccionario de María Moliner, muda es, en su segunda acepción, el «conjunto de la ropa interior que se suele cambiar de una vez» (pone como ejemplo: «Ponme en la maleta un traje y una muda»). En mi memoria, igualmente, la muda es la ropa interior, y mudarse, el cambio de ropa interior; y recuerdo que en mi infancia a los niños nos mudaban una vez a la semana.
Cuando pasaban otros cuantos días (demasiados, por lo escuchado a Tomás, que dice que..., tirando por lo bajo, podría ser que su compañero de piso se mudara quincenalmente), el gallego repetía la misma operación, ahora a la inversa: se quitaba los calzoncillos que llevaba puestos, los ponía bajo el colchón, sobre el somier, y se ponía los que allí había dejado quince días antes, que, por supuesto, estaban tiesos, como acartonados, insiste el narrador tapándose la nariz en un gesto exageradamente cómico.
Según días y tiempo disponible, Tomás incluye en la narración pequeñas variaciones, algunos matices que sin alterar la esencia de la misma, la enriquecen; son los ornamentos, como el referido a cuando el gallego, en una ocasión, se decide a lavar los calzoncillos empujado por nuestro amigo, que le hace ver el amarillento «bordón» que los orla; entonces los lava en la bañera, solo con agua y pisándolos como si de uvas para hacer vino se tratasen; después los tiende en una cuerda donde penden totalmente tiesos, acartonados y con un extendido y ahora más difuminado color amarillento, un indefinible tono anicotinao.
Hay que ver (los gestos que acompañan la narración son muy importantes) y escuchar muy atentamente a Tomás cuando habla del estado en que estaban los calzoncillos del gallego, tanto los que se quitaba como los que esperaban su turno para ser utilizados, siempre sin lavar, por supuesto.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Hacer ejercicio

Vivo en un tercer piso y no suelo utilizar el ascensor para bajar a la calle: lo hago por la escalera; pero subir…, eso es otra cosa: se me atraganta, sobre todo, el último tramo, y el corazón, mi defectuoso corazón, amenaza con salírseme por la boca.
No me gusta, pero, para mejorar mi salud, salgo a andar casi diariamente. La verdad es que me cuesta mucho vencer la pereza y aprovecho cualquier excusa para quedarme en casa, que es lo que en realidad me apetece, lo que de verdad me gusta: la tranquilidad del sillón, el ordenador, la prensa, los libros, la música, el cine en la tele… o, sencillamente, perder el tiempo...: eso es lo mío. Lo malo es que esa actitud sillonera dominante en mi vida hasta hace no mucho (sillonbol la llamó en su día el cardiólogo que me trataba) es poco sana y me ha traído malas consecuencias, unos lodos que ahora no es momento de tratar aquí.
¿Y entonces... de salir, nada?, preguntarían algunos de ustedes si tuvieran la ocasión. Bueno… sí... para tomar unas cañas, un café, un helado, charlar un rato…
La verdad es que me apunto a lo que dice Iñaki Uriarte (Diarios 1999-2003, Pepitas de Calabaza, 2011):
No sé hacer ejercicio. Tan simple como eso. Pasea, pasea, pero ¿cómo se pasea? Me aburro. No le veo sentido. Hay gente a la que le dirías: hay que leer una hora al día, y le sería imposible. Lo mismo me pasa a mí con el ejercicio.
Pero resulta, ¡vaya!, que el ejercicio es bueno para la salud (a este paso terminarán los cementerios llenos de gente saludable, dice Woody Allen en una de sus películas cuando el personaje que interpreta va paseando por el parque y se encuentra con gente corriendo en dirección contraria): andar fortalece el corazón, quema calorías, baja la tensión y el colesterol, disminuye el estrés y qué sé yo cuántas cosas buenas más dicen que propicia.
¿Y…? Pues eso, que, a esta edad mía, una vez jubilado…, si no llevas cuidado, como tienes menos actividad obligatoria…, pues… más sedentarismo, y la salud puede caer en picado. Tampoco se trata de ir a un gimnasio, ni me va por ahora la utilización de aparatos para hacer ejercicio en casa.
Entonces… ¿qué me queda?: andar, pasear…: moverme, aunque sea saliendo a comprar el pan o alguna otra falta de la casa. Se trata de aprovechar, para realizar ejercicio físico, cualquier cosa que tenga que hacer. Y de ahí a andar un poco más seriamente, todos los días, hay un paso. Y en ello estamos; así que, aunque resulte difícil de creer para quienes me han conocido en tiempos pasados, salgo, como he dicho, casi diariamente y ando durante una hora u hora y media; incluso, a veces, créanlo, dos horas. No quiero acabar desplazándome, como dice Bukowski, usando el culo o rodando.
[…] ¿Quién inventó las escaleras mecánicas? Escalones que se mueven. Y luego hablamos de locuras. La gente sube y baja por escaleras mecánicas, en ascensores, conduce coches, tiene garajes con puertas que se abren tocando un botón. Luego van al gimnasio a quitarse la grasa. Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo, o quizá simplemente rodemos como rastrojos que lleva el viento. Cada especie se destruye a sí misma. (Charles Bukowski (2000): El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, Barcelona, Anagrama, pág. 36).