El hombre volvía de faenar en
su roalico
de tierra. Bastante mayor ya, subía, montado en su bicicleta,
pedaleando lentamente, la pequeña cuesta de entrada al pueblo, y ya
en él se encontró con un grupo de chiquillos y mozalbetes jugando a
la pelota en una replaceta. Como venía muy cansado, paró, dejó la
bicicleta inclinada contra la pared de una de las casas que rodeaban
el improvisado campo de fútbol, utilizando como punto de apoyo el
haz de yerba que llevaba en el portaequipajes, encendió un cigarro,
se acuclilló contra la pared de la vivienda y se dispuso a descansar
mientras pasaba el rato viendo jugar a los zagales.
La mala suerte quiso que en
uno de los rifirrafes del partido el balón saliese rebotado con
fuerza y diera a nuestro personaje un buen golpe en pleno rostro. Él,
sin pensarlo, de forma refleja, soltó un «agudo» mecaguendiós
que le salió de lo más hondo. Los jóvenes causantes del pelotazo
fueron hacia él, se acercaron preocupados, lo rodearon, le
preguntaron cómo se encontraba y le pidieron perdón. Aquello no fue
a más... por el momento.
Pero, no se sabe cómo, la
noticia llegó donde no tenía que haber llegado, pues lo hizo a
oídos de las autoridades encargadas de velar por las «buenas
costumbres» en el pueblo. Y la que llegó a dichas autoridades no
fue la noticia del pelotazo, sino la de la cagada, algo considerado
por nuestros mandamases de entonces una imperdonable blasfemia, una
ofensa al altísimo.
Lo cierto es que el pobre
hombre fue llamado al cuartel de la Guardia civil y allí —por
blasfemo, dicen que le dijeron— lo «arreglaron» —más bien lo
«desarreglaron»—, y lo hicieron de tal forma, según se cuenta,
que desde entonces y mientras vivió, públicamente, de su boca jamás
volvió a salir algo más fuerte, de más enjundia, que jolines; por
eso se quedó con «el
tío Jolines» como apodo.
Recordemos
que el primer condenado por el TOP, Tribunal de Orden Público, [...]
fue un hombre que estando borracho en un bar se cagó en Franco en
voz alta. Le cayeron diez años [...] (El Gran Wyoming: ¡De
rodillas, Monzón!,
Planeta, 2016, pág.117).
A partir de aquel momento
«cuartelero» nuestro personaje se reservaba solo para ámbitos
privados, muy privados, una expresión con la que trataba de
descargar su perenne cabreo por la vejación sufrida; era entonces,
ocasionalmente,
cuando —y,
subrayo, únicamente
en soledad o con gente de la más absoluta confianza— se despachaba
a gusto: se cagaba en la semana de los caramelos.
Está muy gracioso e interesante Pepe. Ahora entiendo que mi abuela se cagara en el demonio cochino. ¡A ver si organizamos eso!
ResponderEliminarGracias, Jordán. Yo también he escuchado muchas veces «me cago en el demonio cochino».
EliminarSobre lo de organizar «eso» que dices, cuando quieras: estoy disponible y hablar de pedagogía lúdica me encanta.
Un saludo.