SECCIONES

viernes, 25 de diciembre de 2020

Receta

En los últimos días me viene una y otra vez a la cabeza la sencilla receta (concisa, certera, convincente…) que, en una entrevista de hace unos meses, propuso el escritor Ramón Andrés para superar el desastre por el que estamos atravesando, una fórmula que incluye «dosis profundas de sentido común y búsqueda de responsabilidad individual y de la vida ética. [Y añade] No sabes cuántas cosas se arreglarían solo con eso». (Seisdedos, Iker: «Ramón Andrés: “Nuestra verdadera leyenda negra es la desidia, la envidia y una cierta pereza”», El País-Babelia, 10-10-2020).

Y cada vez que me paro a pensar en la propuesta del sabio ensayista sale a relucir mi desesperanza —aún no desesperación—, quizás debida a un pesimismo que a mí me gusta llamar racional aunque no lo sea. Y es que me doy cuenta de que en nuestra sociedad faltan, en buena medida si no en su totalidad, esas dosis de sentido común (y no solo las profundas; faltan las mínimas necesarias, las suficientes). Y falta, igualmente, la búsqueda de responsabilidad individual, y, también, la de una vida ética.

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Felices —en lo posible— navidades y año nuevo.


viernes, 18 de diciembre de 2020

Misantropía

«Con la edad te haces misántropo casi sin quererlo, por precaución, por hastío y por maña de supervivencia», dice Miguel Sánchez Ostiz en «Pillerías» (blog Vivir de buena gana, 18-11-2020). Y lo piensas. Y por lo que a ti respecta tiene razón, pues, a poco que reflexiones con intención en esa dirección te das cuenta de cómo, según pasa el tiempo, la misantropía avanza en tu cabeza a ritmo de reveses, escarmientos, desilusiones, desencantos, chascos, decepciones, desengaños… experiencia.

 

viernes, 11 de diciembre de 2020

Seis pepitos

Tras dos semanas de cierre impuesto por las autoridades regionales en esta segunda ola de la pandemia, van ya dos días, los mismos que llevan abiertas de nuevo las terrazas de los bares del pueblo, que las veo con mucha gente cuando salgo a andar por las mañanas (he leído en la prensa que en otros lugares de la región está ocurriendo lo mismo, que este fenómeno es general y también que los empresarios del sector han dicho que, por la cuenta que les trae, se encargarán ellos mismos de que se cumplan las normas contra el virus para que no haya que volver a cerrar).

Miro bien (ya se sabe que en los pueblos nos conocemos todos o casi todos) y advierto que más o menos se trata de los terraceros habituales, los de siempre: gente en general que, incansable, bajo los toldos casi cerrados o fuera de ellos, habla, ríe, carcajea, fuma…, y alguna, con la excusa de la consumición, sin la mascarilla y sin respetar la distancia de seguridad recomendada.

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Me ha llamado mi hijo Jose anunciándome que sobre las doce y media va a traer a Paula y Ángela para que patinen en los soportales de la plaza a la que da el edificio en que vivo, por lo que, llegada la hora, bajamos Toñi y yo a la calle —una excepción en estos tiempos de pandemia— para ver a nuestras nietas y disfrutar con ellas de sus primeros pasos en el patinaje.

Mientras miro con atención a las chiquillas, veo que pasa junto a mí un conocido de toda la vida —de mi edad más o menos—, un grandullón barrigudo, buena persona, algo… simplón.

—¿Has visto eso? —le digo mientras señalo en dirección a la para mí abarrotada terraza de un bar cercano, el mismo en el que lo he visto a él muchas veces.

—¡Claro, tío, es que han vuelto a abrir los bares! —me dice, y añade sorprendido— ¿¡no te has enterao!?

—No —miento.

—Pues yo ya he estao antes ahí.

—¿Y qué tal?

—Que me he puesto las botas.

—¿Has almorzao?

—Como Dios manda.

—Pero… ¿bien-bien?

—Me comío seis pepitos —me responde para acabar y continuar su camino, como diciendo: «ahí queda eso».