Publicado
también en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, Nº 175 / MARZO 2018
Se acercan las fechas de las
meriendas, y en la expectativa —cosas del cerebro— comienzan a acudir a mi
mente imágenes que rememoran algunas de aquellas vividas en mi infancia y
juventud, que a su vez se mezclan y comparan en el recuerdo con las disfrutadas
más recientemente.
Entonces, en los años cincuenta
y sesenta, era típico de aquí salir a merendar a algún paraje de los
alrededores del pueblo en los días que siguen a Semana Santa, los de la pascua de
monas, una tradición que ha seguido manteniendo viva mucha gente de la localidad,
aunque ahora de otra manera.
Recuerdo —de niño, de adolescente—
las caminatas de ida y vuelta a los alrededores de la rambla, zona de los ocho ojos, acompañadas de ruidoso parloteo,
bromas, risas, canciones... por la orilla de la carretera de Abanilla —de muy poco
tráfico entonces—, con las capazas que contenían la merienda llevadas en la
mano, cada una entre dos personas.
También recuerdo, cómo no,
algunos de los juegos que —una vez allí, en los alrededores de la rambla—
preludiaban la merienda propiamente dicha, sobre todo de los que practicábamos
ya entrados en cierta edad y con las hormonas muy revolucionadas, algunos de
ellos «pensados» sobre todo para el regocijo de las parejas de «novios» que
comenzaban a formarse en las pandillas. Entre estos juegos no podía faltar el
de la comba, en el que las chicas lucían sus lúdicas habilidades motrices, y
los chicos, no tan acostumbrados a los saltos y piruetas con la cuerda, sus —nuestras—
torpezas.
Me acuerdo —pronto comenzaba—
de la extensión de manteles en el suelo, de la sentada alrededor de ellos, en
el mismo suelo o en piedras cogidas de los alrededores, y, a continuación, entre
dimes y diretes, de la divertida y sabrosa merienda (tortillas, ensaladas,
algún conejo frito…), en fin… de lo bien que lo pasábamos los diferentes grupos
y pandillas.
E igualmente me acuerdo de algunas
bromas típicas realizadas una vez comenzada la ingesta de tan ricos manjares, como
romper en la frente de alguien (si era significativo ese alguien, mejor que
mejor) el huevo cocido que cada mona solía llevar insertado encima (eran las meriendas
para comerse la mona).
Actualmente, un grupo de amigos,
siguiendo la tradición, solemos ir a merendar —en coche, ¡faltaría más!— un par
de veces en esas fechas. La primera tarde, la del lunes de Pascua, primer día
de meriendas, lo hacemos con todo el condumio preparado por nosotros mismos; y la
tarde siguiente, la del martes, vamos a un bar o restaurante a que nos lo den todo
hecho. Quienes nos juntamos a merendar esos dos días estamos unánimemente de
acuerdo en que, comparativamente, no hay color, pues gana con holgura la tarde en
que la merienda es aportada por nosotros los merendantes, una magnífica jalanda,
abundante y variada en todos sus detalles.
Para que quienes me lean —sobre
todo, los que no lo sepan— se hagan una idea aproximada de cómo son estas
meriendas de ahora, haré un esfuerzo y trataré de acordarme de los manjares y alguna
otra cosa de la última de ellas, la del año pasado.
De aperitivo, acompañando a las
primeras cervezas que esperaban bien frías en una nevera portátil con hielo,
hubo —¡buen comienzo!— almendras fritas y panchitos, mojama de atún, huevas de
mújol y de maruca, buen jamón, ricos y variados quesos, y embutidos (entre ellos,
un delicioso morcón —dos en realidad, de dos tipos distintos— y un sabrosísimo
tocino).
Una vez precalentados paladares
y estómagos, seguimos con unas tortillas de patatas (varias y variadas, de distinta
factura: con cebolla, sin cebolla, con guisantes, sin guisantes…), con ensaladas
y ensaladillas también diversas (murciana, de alcachofas, rusa, de marisco…), todo
ya simultáneamente con un conejo frito con tomate y pimientos, otro con
patatas en ajo cabañil y un pollo con tomate.
Y todo ello, por supuesto, bien
regado con cerveza —con y sin alcohol— y con distintos
vinos, cada uno en su momento: blanco, rosado y tinto (los dos primeros, bien fríos,
en cubo de zinc con hielo).
Para el postre, café, coñá y monas de distintas clases y
procedencias (con creciente, sin creciente, con huevo, sin huevo…), bien
acompañadas de ricos chocolates también variados: puro —diversos porcentajes de
cacao—, con leche, con almendras...
¿Y el lugar? Estos últimos años
estamos yendo a la zona del pantano, siempre bien apañaos, y no solo de comida como hemos visto, pues,
al contrario que antaño, llevamos un práctico y cómodo —todo plegable— mobiliario
ad hoc: unas cuantas mesas y unas modernas
y cómodas sillas para todos.
Desde luego que ya no saltamos
a la comba ni rompemos el huevo duro en la frente del de enfrente, pero un buen
rato de amena conversación chascarrillera,
estimulada por el alcohol ingerido, y una reflexión sobre «lo bien» que estamos
para la edad y las malencias que
tenemos, procuran una tarde placentera, relajada, que esperamos casi con
impaciencia —yo el primero— que pronto se repita.