«¿Para qué el canto gregoriano?», se preguntaba no hace tanto Helena Resano (en InfoLibre, 25-11-2021), trasladando al título de su artículo la pregunta que le había hecho una hija suya en esa edad tan especial que es la adolescencia.
¿¡Cuántas veces habré recibido yo, sobre todo estando en clase como docente, y más aún como profesor de música, una pregunta parecida!?, una pregunta que siempre me he tomado como un menosprecio por el saber, y más específicamente como un absoluto desprecio por mi querida asignatura, a menudo considerada una maría inútil, y no solo por el alumnado.
«Maestro, ¿para qué vale la música, para qué la voy a necesitar en el futuro?», te podía preguntar algún alumno, a veces —si tenías suerte, no siempre— de manera más o menos educada.
La gente, mucha gente, creo que una gran mayoría, ignora el valor formativo que, concretamente en el ámbito pedagógico, aporta la música. Sí, se suele desconocer de la misma que, además de, como dice el refrán, amansar a las fieras, que lo hace y muy bien —función terapéutica—, aporta otros muchos y firmes valores educativos, y tanto por sí misma —por los beneficios intrínsecos de su escucha, de su estudio, de su práctica—, como cuando presta su apoyo y ayuda —si es bien utilizada— a otras disciplinas curriculares: lengua, idioma, matemáticas, ciencias sociales, ciencias de la naturaleza…, una faceta en la que, desde hace ya mucho tiempo, vengo defendiendo la idea —una máxima— de que «La letra con música entra», enunciada, a ser posible, rítmicamente, como yo lo hago:
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