Día de votaciones; esta vez, las europeas. Vuelvo de mi colegio electoral hablando con un amigo muy amigo, más aún, que, como yo, acaba de ejercer su derecho al voto (temprano, a primera hora, dice que porque a esta hora hay menos gente y, además, porque así se quita pronto de encima esa obligación); y caminando de regreso me cuenta que le vienen a la cabeza (parece que se detiene a pensarlo y a recapitular mentalmente) sus sucesivas votaciones desde que acabó la dictadura en nuestro país y comenzó la tan esperada democracia: Primero fue votante del Partido Comunista (dice que esto le aparece en su mente algo confuso); después lo fue de Izquierda Unida; posteriormente, cuando esta se alió y se integró en Podemos, votó a la formación morada; y, por último, ahora, es votante de Sumar, al que, desde el principio, le gustaría que se uniera Podemos (echa pestes de la que denomina «maldita diseminación de la izquierda por un quítame allá esas pajas»).
Tras la enumeración, me dice que cree que su voto responde a la idea —nada original, añade— de que, cuando gobierna, al partido socialista, a la socialdemocracia en general, le viene bien necesitar el apoyo de alguna fuerza política situada a su izquierda, una fuerza que tire en esa dirección para conseguir sacar adelante medidas menos tímidas, más valientes, progresistas… más avanzadas —acaba diciendo—, siempre y claramente a favor de lo público (enseñanza, sanidad, servicios sociales…), unas medidas políticas que cubran las necesidades de todos los ciudadanos, pensando especialmente en los más necesitados, en aquellos que no pueden permitirse pagar buenos [¿buenos?] servicios privados, considerando, además, que esta es la única manera de que funcione el ascensor social. Y no es que no crea en los valores de la socialdemocracia (y dice, para concluir, que incluso la ha votado en alguna ocasión, en la localidad), es que le parecen mejores sus frutos cuando, como ahora, gobierna en coalición con fuerzas situadas en el espectro político de su izquierda.
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