Hace
ya bastantes años que, en alto y bien a la vista, colocada en una de las
puertas del mueble-librería que hay situado frente a mi mesa de estudio, se
puede ver una amarillenta postal en la que, en letras mayúsculas de distintos
tamaños, un cartel pide la excomunión «contra cualesquiera personas que quitaren,
distraxeren, o de otro qualquier modo enagenaren algún libro, pergamino o papel
de esta biblioteca…», refiriéndose, el original, no a la de mis libros,
partituras y demás, sino a la Biblioteca de la Universidad de Salamanca.
Copia en escala de grises
Pero,
que yo sepa, el deseo de máxima condena, el de terribles y mayores males para
quien de cualquier modo enajenare algún libro (bien por robarlo o bien por
pedirlo prestado y no devolverlo), se encuentra en una advertencia que hay en
la biblioteca del monasterio de San Pedro en Barcelona.
Para
aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le
mude en sierpe en la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados
todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia,
y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los
libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que
cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo
consuman para siempre. (Manguel,
Alberto: Una historia de la lectura. Madrid: Alianza Editorial, 2020,
págs. 458-459).
Quizás no tanto, pero algunos retortijones de
tripas de vez en cuando, a modo de recordatorio, sí les deseo yo a quienes me han
pedido algún libro, partitura, disco… (más aún si es importante para mí, y así suelen
serlo los que recomiendo y presto) y con el tiempo se lo han apropiado de
manera consciente y descarada.