Ante la tan extendida creencia de que para ser un buen ajedrecista hay que ser muy inteligente, he dicho más de una vez y más de dos (la idea no es mía, pero no recuerdo de dónde ni de quién la tomé hace ya muchos años), que lo único absolutamente cierto que podemos concluir del hecho de que una persona sepa jugar muy bien al ajedrez es…: eso, que dicha persona sabe jugar muy bien al ajedrez.
Lo mismo se puede decir de alguien que sabe jugar muy bien al tenis (póngase aquí, si se quiere —no sé por qué me habrá venido su imagen a la cabeza—, el nombre del actual número uno del mundo); y, por extensión, también se puede concluir lo mismo de cualquier persona que ejerza excelentemente cualquier profesión, que posea cualquier habilidad por especial que sea, que tenga cualquier destreza destacable, con cualquier arte, inclinación…
Es más, a veces —yo diría que a menudo—, la vida, la realidad palpable, se encarga machaconamente de demostrarnos que se puede ser muy bueno en un área cualquiera (ajedrez, fútbol, medicina, música, cocina, cine…) y, por el contrario, resultar ser un auténtico cenutrio en algunas o en muchas de las otras parcelas que componen el mundo conocido.
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