Para
las monjas eran muy importantes las copias de todo tipo, sobre todo las de
escritura, los llamados «copiados», que hacíamos a diario hasta el
aburrimiento, encabezándolos con destacados titulares muy ornamentados; al
respecto, recuerdo todavía cómo solía adornar yo mis títulos: con dos volutas
que arrancaban de ambos lados del texto que, centrado horizontalmente, encabezaba
el copiado, dos volutas que se juntaban en un pico acorazonado debajo y en
medio del título.
Importantes
eran también las copias de los dibujos que acompañaban a los textos en los
libros. Entre la copia del texto, la del dibujo, la caligrafía —que era otra
copia— y unas cuantas cuentas —sumas, restas, multiplicaciones...—, tenías
echada la jornada.
Sin
embargo, no recuerdo haber hecho dictados, ni redacciones, ni haber realizado o
escuchado lecturas interesantes, ni, menos todavía, que hubiera explicaciones
atractivas de ningún tipo por parte de alguna de aquellas docentes religiosas.
Aunque vuelvo a librar a las monjas de la exclusividad en este aspecto, pues,
igualmente, apenas recuerdo en años posteriores dichas explicaciones en las «escuelas de arriba» (sería, pues, cosa de los tiempos). Sí, ¡perdón!, me acuerdo
de que en estas últimas, las «graduadas», había un maestro... algo diferente,
menos amigo de la violencia que el grueso de sus compañeros, un maestro que «hablaba»
a sus alumnos y premiaba con muiques (muique → muy bien) los
trabajos sobresalientes.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario