Quiero contar ahora lo que más me gustaba del colegio. Me
gustaba, ¡mucho, cómo no!, el recreo, al que salía corriendo, como mis
compañeros, alborotando, chillando agudamente, algo que no me salía bien —lo de los chillidos
agudos—, que no sabía hacer y disimulaba como podía. Todavía no
había timbres en los centros educativos para avisar del comienzo y de la terminación
de cada clase; en aquel había una campana, que, sobre todo, me gustaba escuchar
cuando anunciaba la llegada del recreo o, mejor aún, el final de las clases y
con él la salida a la calle para irte a casa: eran mis toques favoritos.
También me gustaba mucho durante las clases salir del aula
para mirar la hora. Estaba deseando que la hermana, que tenía sus favoritos
entre los alumnos, me eligiera y me lo pidiera. Y como no sabía interpretar la
esfera del reloj (no sabíamos, pues éramos muy pequeños aún), cuando la monja
me decía que fuera a mirar qué hora era, salía de la clase, llegaba hasta la
gran escalera que daba acceso a la planta superior, me paraba ante el primer
escalón, levantaba la cabeza y miraba bien el redondo reloj de pared situado al
fondo, en lo alto del descanso en el que se bifurcaba dicha escalera; después volvía al
aula y le decía a la monja: «la aguja grande en las doce y la pequeña en las
dos», y ella ya sabía.
Muy de vez en cuando teníamos que lijar las mesas para
adecentar el aula —la lija la llevábamos los alumnos— y ese día me lo pasaba
muy bien, pues no dábamos clase; los chiquillos disfrutábamos con las distintas
tareas: lijando, limpiando, ordenando...
Y me gustaba cuando, ocasionalmente (¿el Día de la
Hispanidad?, ¿el del Domund?...), en compañía de otro par de niños, había que
salir por el centro del pueblo a pedir dinero «por los negritos de África» con
aquellas tres huchas de cerámica que representaban: la cabeza de un negro una
de ellas, la de un chino, otra, y la de un indio piel roja, la tercera.
Así
mismo disfrutaba de la celebración de la gallineta, otro día grande, sin clase,
en que salíamos del colegio e íbamos a un bonito paraje de las afueras del
pueblo, llamado El Corazón de Jesús, y allí, entre los pinos, jugábamos
y merendábamos bajo la vigilancia de las monjas.