Hace
muy poco que he comenzado su lectura, pero llevo leídas algo más de cien
páginas, y, ya desde las primeras, he llegado a una conclusión bastante clara —que,
dicho sea de paso, no me extraña nada—: la de que, en diferentes épocas de
nuestra historia —estoy pensando en siglos pasados—, para muchas jóvenes de nuestro
país —sobre todo para aquellas de escasos medios económicos— que querían eludir
la pobreza, aparecían ante ellas en el horizonte, entre otros caminos de mucho
trabajo y esfuerzo mal pagados, dos soluciones, dos profesiones a tener muy en
cuenta: una era la de prostituta y la otra la de monja.
Y
esto debió de ser frecuente a finales del siglo dieciséis, en los años en que
transcurre La Babilonia, 1580, una novela negra e histórica —una
combinación de géneros ahora en boga— escrita por Susana Martín Gijón (autora a
la que no conocía hasta ahora, pero que, en adelante, tendré muy en cuenta en
mis compras de libros) y editada, muy bien, como suele hacerlo esta empresa,
por la editorial Alfaguara: con buena tipografía —tipo y tamaño de letra,
espaciados, márgenes…— y encuadernación: con sus páginas previamente cosidas en
sólidos cuadernillos en vez de solo pegadas directamente al lomo: todo tal y como
a mí me gusta.
Y
esos mismos, los antedichos, son los dos oficios que, en la ficción de la
novela que tengo entre manos, ejercen, respectivamente, Damiana y Carlina —su
nombre de monja: sor Catalina—, dos de los personajes protagonistas de la misma.
La
primera es una de las más reputadas putas de La Babilonia, un local de
los muchos dedicados a este negocio en el barrio de la Mancebía, lugar en el
que estas mujeres pueden ejercer legalmente su oficio, con más seguridad y
garantías que por las calles de la peligrosa ciudad en que viven: la Sevilla de
1580, una importantísima urbe, un enclave comercial de primer orden, del que zarpan
los barcos con destino a los territorios de ultramar.
Y
la otra es una monja que, además de su tesón y perseverancia, ha necesitado de ayuda
—no bien explicada en lo que llevo leído hasta ahora— para entrar en un
convento (supongo que recomendación y dotación económica, pues carece de los
más mínimos medios de subsistencia), un cenobio perteneciente a la orden de las
carmelitas descalzas, fundado, como tantos otros, por la, entonces aún en vida (en
las fechas en que se desarrolla la acción de la novela, faltan dos años para su
muerte) Teresa de Jesús, de la que es amiga y admiradora, y con quien se cartea,
la superiora del convento sevillano al que pertenece sor Catalina.
Teresa
de Cepeda es también conocida en la historia de la literatura como Teresa de
Jesús, y como Teresa de Ávila, y, más popularmente, como Santa Teresa (hasta no hace tanto, la he confundido con Santa Teresita del Niño Jesús, otra monja). En su vertiente literaria fue,
junto con San Juan de la Cruz, una de las cumbres del misticismo en el Siglo de
Oro español.
Ambas,
Damiana y Carlina, fueron muy amigas, íntimas amigas en los tiempos de su
infancia, unos años de necesidad, de hambre y de miseria para las dos niñas,
que, juntas y en perfecta complicidad, sincronizadas, se las arreglaban para sobrevivir
mendigando, trapicheando y, sobre todo, robando por las calles de la ciudad, bien
haciéndolo al descuido en los puestos del mercado, bien metiendo con habilidad la
mano en las faltriqueras de aquellos que llevaban la bolsa del dinero demasiado
expuesta y se despistaban, aunque fuera lo más mínimo y solo un momento, ante las
tiernas rateras.
Después,
la vida las separó durante muchos años; pero ahora —en 1580—, por lo que veo
venir —y por lo leído en la sinopsis de la contraportada del libro, todo hay
que decirlo— se vuelven a juntar para intentar resolver un caso de asesinato,
el de una trabajadora de la Mancebía muy querida por todas sus compañeras —la
mayoría, muy jóvenes—, a las que, en vida, ayudaba y protegía, desinteresadamente
y siempre a cencerros tapados (la acusación de brujería podía arrojarte
fácilmente en manos de la todopoderosa Santa Inquisición), frente a abusos y
enfermedades —menstruación, embarazo, fiebres…—; al respecto, piénsese en un
dato que aparece en la novela: la edad permitida para ejercer la prostitución
era de doce años.
Acabando ya, me vienen a la cabeza algunas de las preguntas usadas
en muchas novelas de misterio, sobre todo en las editadas por partes o entregas:
¿Lograrán nuestras peculiares heroínas, en los capítulos que siguen, dar con la
persona o personas culpables?, ¿conseguirán resolver el caso, o los casos si es
que se comete algún asesinato más? Y, bueno…, pues supongo que sí, pero eso lo
sabré —ya veremos si entonces me animo y decido contarlo aquí— cuando acabe las
casi 350 páginas que todavía me quedan por leer de tan, por ahora, prometedora novela.