SECCIONES

viernes, 27 de septiembre de 2019

Soy un fue

No hace mucho que leí «Fotografías», una entrada del blog Mercado de espejismos, de Felipe Benítez Reyes, en la que el autor reflexiona sobre lo que la fotografía representaba antes para nosotros (una rareza en nuestras vidas, muy poco presente para la mayoría de la gente, incluso totalmente ausente para muchas personas) y lo compara con lo que supone este mismo fenómeno hoy en día, en que todo lo capturamos con imágenes digitales obtenidas de manera muy fácil con nuestros teléfonos móviles supuestamente inteligentes.
Ya al final del artículo creí ver la luz —más luz, por lo menos— sobre un verso de Francisco de Quevedo que se me resistía desde hacía bastante tiempo (no es que me llevara de cabeza, pero no acababa de entenderlo), un verso que dice (Benítez Reyes alude con él a las fotografías): «presentes sucesiones de difunto», y que es el último de un soneto que siempre me ha cautivado, y ahora, ya con esta edad…, más aún... mucho más.
Me gusta el poema completo, del que me atraen todos y cada uno de sus catorce versos, pero hoy quiero destacar sobre todo los dos tercetos encadenados que lo acaban (el primero comienza con un verso que, en su obviedad —«Ayer se fue; mañana no ha llegado»—, quizás por su sencillez, me parece un maravilloso acierto, aunque, ya digo, todo el soneto constituye una genialidad), seis versos en los que encuentro un refuerzo a cómo suelo pensar ahora mi pasado, mi presente e incluso mi futuro: «Soy un fue», que podría muy bien ser el título de unas memorias: infancia,  adolescencia, juventud, madurez…: las etapas IDAS.
SONETO
«¡Ah de la vida!»… ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.

Francisco de Quevedo:      
«Obras completas. I Poesía original.
Edición de José Manuel Blecua. 
Editorial Planeta, 1963, pág. 4.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Alcaiola

No recuerdo que hubiese elepés entre los primeros discos que escuché en aquellos últimos años de mi infancia y primeros de mi adolescencia en casa de mis padres, unos cuantos ejemplares comprados por mi nene, quien, como buen hermano mayor (trece años más que yo y diez más que mi hermana), ejercía como innovador vanguardista, un eficaz introductor de la modernidad en aquella sobria casa. En mi memoria solo aparecen portadas de discos pequeños, de los que giraban en el picú familiar a 45 revoluciones por minuto (singles, aunque aquí aún no se llamaban así), que llevaban uno o dos temas por cada cara.
Uno de aquellos discos mostraba, abarcando toda la superficie de la portada, la imagen de una mujer guapa, atractiva para aquellos años, y sobre ella, como encabezando la carátula, se podía leer «Al Caiola con sus guitarras y orquesta» (todo con mayúsculas, pero no todas del mismo tamaño), aunque yo siempre lo vi de otra manera, pues leía Alcaiola, todo junto, y, además, asocié desde la primera vez este nombre, que con su terminación en «a» me parecía femenino y muy bonito, con la imagen de la mujer que se veía bajo él; así que Al Caiola —Alcaiola para mí, como he dicho— ha sido en mi mente durante muchos años nombre de mujer, el de la mujer que aparecía en la carátula de aquel disco, que yo creía, por tanto, una virtuosa de la guitarra eléctrica.
Mirando ahora la portada, entiendo perfectamente mi confusión de entonces, pues se aprecia en ella muy poca separación entre AL y CAIOLA —AL CAIOLA—, un espacio mínimo que facilitó mi equivocación infantil.
Refrescada mi memoria al ver la carátula, resulta que puedo tararear con facilidad los temas que oí una y otra vez en este disco durante aquellos años: Pepe, que yo asociaba con mi nombre y también con la figura de Cantinflas que aparecía en la portada de otro de aquellos singles de mi casa, uno que contenía el mismo tema pero vocal, cantado por Nat King Cole: «♫Donde hay parranda y risa está Pepe...♫»; Calcuta «♫Calcuta eres mi vida, Calcuta eres mi amor...♫»; incluso, aunque menos, también me acuerdo de Ruedas; pero la melodía que durante todo el tiempo transcurrido desde entonces ha permanecido en mi memoria asociada a este disco de Al Caiola es Apache, un atractivo exitazo de la época, todo un mito que —mucho después lo supe— The Shadows contribuyó a popularizar y que tantos otros músicos interpretaron. 
Bien, pues ha sido no hace tanto cuando me he enterado de que el nombre que yo creía Alcaiola era en realidad Al Caiola, y de que el tal Al Caiola (Alexander Emil Caiola) fue un famoso —no una famosa— guitarrista que interpretó con sus guitarras eléctricas muchos de los grandes temas de entonces, entre los cuales traigo aquí, ¡cómo no!, Apache.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Ingreso

Para realizar los estudios de bachillerato de aquel plan de estudios que yo cursaba había que aprobar un examen de ingreso, una prueba a la que acudías y a la que te enfrentabas fuera de tu entorno habitual, si no muy asustado, sí con cierto miedo.
Como en aquellos tiempos no disponíamos de centros de enseñanzas medias en los pueblos, había que desplazarse a la capital para hacer los exámenes, como alumnos libres, de los distintos cursos de bachillerato, de todas las asignaturas de cada curso en un solo día, año tras año, curso tras curso: ingreso, 1º, 2º... Así que la de ingreso era solo la primera prueba, el preludio que inauguraba una buena serie, unas cuantas más.
Siempre con algún temor —en esta primera vez y en el resto— me sometí a este tipo de exámenes, a los que mi madre me llevaba y me acompañaba sentada paciente y dulcemente en algún banco del centro docente examinador durante todo el tiempo que duraban las pruebas. El protocolo era siempre parecido, para esta prueba inicial de ingreso y para el resto. Madrugábamos y tomábamos con tiempo sobrado el coche de línea que nos llevaba a Murcia y nos dejaba en la calle Simón García, bastante cerca del lugar de examen, que era el instituto Alfonso X —ahora Licenciado Cascales—, un sitio donde un servidor no conocía a casi nadie, solo a los muy pocos que de mi mismo pueblo habían ido para examinarse también, como yo. Ya en el instituto, tras una espera que siempre se me hacía larga, con los nervios a flor de piel, nos iban llamando en sucesivas ocasiones, para cada una de las distintas pruebas —Lengua, Matemáticas, Dibujo…—, entrabas en el aula pertinente y... al final solía resultar que la preocupación, como tantas otras veces y en tantos otros ámbitos me ha ocurrido, no era para tanto.
Esta primera prueba, la de ingreso, constaba de dos partes, una escrita, en primer lugar (recuerdo, con poca claridad, una división de tres cifras y un dictado con unas cuantas trampas ortográficas), y otra posterior, oral, a la que, tras la escrita, eras llamado para que te presentaras ante un tribunal compuesto por tres miembros sentados al otro lado de una mesa rectangular, tres profesores que te hacían unas pocas preguntas:
—¿Cuáles son las provincias de Castilla la Vieja?
—Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila.
—Nombre de los Reyes Católicos.
—Isabel y Fernando.
—¿Por dónde pasa el río Tajo?
—Por Aranjuez..., por Toledo..., por...
—Aprobado, te puedes ir.

viernes, 6 de septiembre de 2019

El lazo del delantal

Paso andando una mañana reciente por lo que fue la Era de los Espinosas, ahora plaza con el mismo nombre, y saludo a una mujer bastante mayor que está en la puerta de su casa, una señora ya octogenaria que lleva puesto un delantal y trata de ocultarlo a mi vista con disimulo, supongo que porque lo lleva manchado y/o porque estamos en la calle; así que lo mantiene sujeto provisionalmente con una mano por una de las puntas inferiores, una esquina que ha doblado hacia arriba, hacia la cintura, donde apoya esa mano que lo sujeta, quedando el brazo como el asa de una jarra grande (un ánfora es lo que me viene a la cabeza). Por cierto, acabo de relacionar «delantal» con «delante».
***
Las mujeres del pueblo, entonces (esta del párrafo anterior, cuando joven, sería una de ellas), con pocas excepciones, llevaban delantal a diario y a todas horas, un mandil que generalmente competía en tristeza colorista con el resto de la vestimenta femenina —¡y con la masculina, claro!—; y cuando salían de sus casas, aunque fuera un momento (para pedir algo a una vecina, o comprar algo en la tienda, alguna falta de la casa...), si la prenda estaba poco presentable —vieja, ajada, manchada...—, muchas veces se limitaban a coger una de las puntas inferiores, llevarla a la esquina contraria, doblando el delantal en diagonal, y remeterla tras la cinta que lo ajustaba a la cintura.
Aunque un servidor no fuera un niño de los que se pudieran calificar como de los más traviesos y atrevidos, en la tienda de mi padre me gustaba, mejor si era en compañía de algún amigo, deshacer el lazo del delantal que llevaban las mujeres que se alineaban al otro lado del mostrador y esperaban su turno para ser despachadas.
Desatar la cinta del delantal era muy fácil; normalmente solo había que tirar de una de las puntas de la lazada que caía desde la cintura por la parte de atrás sobre el trasero de la mujer y... salir corriendo mientras ella protestaba, la mayoría de las veces sin mucho enfado, incluso algunas hasta divertidas por la travesura de un chiquillo de poca edad e hijo del propietario de la tienda.
Hay una copla murciana que, aunque con otras connotaciones, me recuerda, cada vez que me la encuentro, esta travesura infantil mía.
Anoche soñé un ensueño,
ojalá fuera verdad,
que te estaba desatando
la cinta del delantal.