Hace
ya tiempo que, observando mis brazos en determinadas posiciones, veo pender de
ellos unas carnes blandas, movedizas y algo rugosas, unas desagradables
flacideces que procuro asumir con un conformismo realista al que, ante los
demás, intento añadir unas gotas de humor; se trata, qué duda cabe, de unas
colgaduras —colgablandas más bien— bastante sintomáticas de la edad que
ya va teniendo uno.
Bien,
pues a esas carnes cada vez más blandas, cada vez más colgantes y cada vez más
rugosas, mi nieta Ángela les llama «mollas».
«molla.
Parte carnosa o blanda de una cosa orgánica», dice en una de sus acepciones el Diccionario
de uso del español, de María Moliner (Madrid: Gredos, 1990).
Definitivamente,
me ha hecho concentrar la atención en el término «molla» una conversación
mantenida con Ángela hace unos días, un diálogo en el que hablábamos de que
ella y su hermana tienen mucha fuerza (y ambas, sacando bola, me mostraban sus
bíceps), de la que tengo yo (demostración de bíceps por mi parte) y de si su
padre tiene más o menos fuerza que yo.
—Pues mi papá es
más fuerte —me soltó de pronto la chiquilla, sonriendo orgullosa y desafiante.
—¿¡Más fuerte que
yo!? —le dije simulando sorpresa y tratando teatreramente de mostrarme
ofendido.
—Sí, porque tú
tienes mollas —me abocó de manera irrefutable; y, sin esperar mi intervención, preguntó:
—¿Cuando yo sea
abuelita, tendré también mollas blanditas?
—¡Claro! —le dije,
disimulando la sonrisa y dando por acabado el diálogo.
Ya
con anterioridad me había dado cuenta de lo mucho que llaman su atención esas «mollas»,
en distintas ocasiones, pero sobre todo cuando, un par de semanas atrás, la
cría se había referido a ellas al fijarse en cómo, mientras yo sacaba los
toldos de la terraza, pendían de mis brazos debido a la postura adoptada, y temblaban
de forma ostensible por efecto de la acción vibradora de la máquina taladradora
que utilizo para este trabajo.
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