La abuela Carmen no tenía un
físico tan imponente como el de su marido, pues, aunque algo
rechonchica, era mucho menos corpulenta que él. Todo lo
contrario: en mi memoria aparece pequeñita, de aspecto aparentemente
frágil, con una voz poco voluminosa… y la recuerdo vestida de
oscuro y siempre risueña. De los rasgos de su cara me acuerdo de sus
ojos alegres, de sus mejillas redonditas y prominentes en su continuo
sonreír, y de su piel morena y arrugada. Viéndola y oyéndola,
parecía una niña vieja o, mejor, una vieja niña. También retengo
en mi cabeza su manera de andar a pasos menudos, con los que parecía
que iba casi de puntillas, como a diminutos saltitos, parecido a la
forma de desplazarse de una de las ancianas tías del personaje
interpretado por Cary Grant en Arsénico por compasión.
Era analfabeta, lo normal en
aquellos años en que lo era una gran mayoría de la población
murciana (sobre todo las clases populares, y más aún sus mujeres),
y dedicaba gran parte de su tiempo a rezar, concretamente a rezar
rosarios de forma continuada e incansable, como si fuera (creo que
para ella lo era) la misión más importante de su vida. Siendo ya
mozalbete sentí curiosidad y le pregunté en una ocasión que
cuántos rosarios rezaba al día; la cantidad que me dijo, si es que
me dio alguna cifra, no la recuerdo, pero deduzco que andaría
alrededor de la docena, un número al que se llegaba comenzando por
sumar un rosario por cada hijo que había vuelto vivo de la guerra,
que daba un total de siete rosarios, pues siete eran los varones de
la prole y todos habían regresado indemnes, algo que ella atribuía
a sus rezos y plegarias: Mi dulce abuela estaba convencida de haber
salvado a sus hijos, ¡a base de rosarios!, de una muerte más que
probable. Así pues, siete rosarios por sus hijos, a los que había
que seguir sumando, según me fue detallando ella misma, unos cuantos
más: uno por su marido, muerto muchos años antes; «otro por tu
madre» —refiriéndose a la mía, que también nos había dejado
ya—; otro por la vecina fulanita, que estaba ya tiempo enferma;
otro por el tío menganito, que había tenido un accidente trabajando
en la huerta… En fin, resumiendo, mi abuela rezaba diariamente un
rosario por cada hijo y otro por cada persona fallecida, enferma,
accidentada o en difícil situación, tanto de la familia más o
menos cercana, como de vecinos y allegados en general.
Parecía imposible que de una
mujer así, siempre sonriente, como ingenua y cándida, con aquel
cuerpecito de aspecto tan frágil y aquella vocecita infantil y
cantarina, pudieran salir tantos rosarios, y, también, que hubiera
podido engendrar, parir y criar tantos hijos en «buenas
condiciones», y ello en una época y lugar en que el índice de
mortalidad infantil era terriblemente alto, y la esperanza de vida al
nacer, muy baja, desesperanzadora, en unos años en los que tan
difícil sería el dar a luz como la posterior crianza de los
vástagos hasta que llegaran a la madurez.
Acabando, me vienen a la cabeza
también las dificultades que para su propio desarrollo y «educación»
hubieron de enfrentar los hijos de aquel matrimonio, aquellos nueve
hermanos —siete niños y dos niñas— para quienes no debió de
ser nada fácil la vida en una insalubre vivienda junto al Azarbe
Mayor, una casa cercana a Murcia, la ciudad que lideraba al país en
eso, en insalubridad, y en donde la mortalidad —sobre todo la
infantil, ya lo hemos anticipado— arrojaba cifras casi
exorbitantes. Allí se criaron los nueve hermanos: malcomiendo
(escuché decir a mi padre que tenían que repartirse media sardina
entre varios), maldurmiendo hacinados en la pajera —no sé
si algunos o todos—, y predispuestos siempre, desde temprana edad,
para el trabajo, por desagradable y/o duro que fuese, desde la típica
recogida de moñigos siendo muy niños todavía (actividad muy
extendida entonces), pasando por las labores agrícolas y ganaderas
cuando ya estuvieran más creciditos, hasta los trabajos encomendados
a púberes y adolescentes en aquellas tiendas, talleres, fábricas…
de primeros de siglo xx
que utilizaban mano de obra infantil, muy barata.
Pues bien…, ya acercándonos
a la tercera década del siglo xxi,
podemos contemplar satisfactoriamente, con la perspectiva que da el
tiempo transcurrido, que de los abuelos José y Carmen (aquella
pareja de jóvenes de finales del xix),
y tras la primera remesa Abellán-Zamora (sus siete hijos y dos
hijas), nacimos otros Abellanes, y de nosotros, otros muchos,
y después, más todavía, llegando a una cifra de —no sé con
exactitud— unas ciento veintitantas personas con el apellido
Abellán entre los dos primeros de su genealogía, una cantidad a la
que hay que restar —la poda de la vida— diecisiete fallecidos:
los dos del tronco (los abuelos), los nueve de las ramas principales
(los hijos) y seis de las secundarias (nietos), pero a la que habría
que sumar, para ser justos y completar el actual árbol, a todos
aquellos otros descendientes del mismo tronco familiar en los que ya
no aparece el primer apellido del abuelo, un número de personas que
sumadas a las anteriores dan una cifra que desconozco pero imagino
importante, y que están —estamos— en el mundo gracias, sobre
todo y en primer lugar, a José Abellán Rosa y Carmen Zamora Oliva.