Interesante. No sé dónde lo he leído u oído recientemente, ni a quién, pero me gusta y estoy de acuerdo con la reflexión: el camino entre el cerebro y el habla (aun llevando —añado yo— mucho cuidado cuando hablamos) es más corto, más expedito, que el que hay entre el cerebro y la escritura, que suele ser —esto también lo añado yo— más pensada, más reflexiva, y que se puede corregir sucesivamente, con tiempo, con tranquilidad…, muchas veces.
SECCIONES
viernes, 27 de octubre de 2023
viernes, 20 de octubre de 2023
El licenciado Cabra
Mediada la década de los años setenta
del siglo pasado, aprendí a valorar y a disfrutar de El Buscón, de
Quevedo, una de las cumbres, si no el pico más alto, de la novela picaresca
española; y lo aprendí de Gustavo Romera, que, la primera vez, me comentó
detalladamente —después… ya lo haríamos al alimón— la extraordinaria
descripción que el gran escritor barroco hace del licenciado Cabra, una
maravilla de retrato físico y psíquico, un ejemplo literario de primerísimo
orden. Con cada detalle, Gustavo me contagiaba su entusiasmo a través de su
lectura y comentarios, pues se detenía con humor en cada aclaración que
consideraba más o menos necesaria, cosa que de inmediato aprendí e hice yo
también después muchas veces en la escuela para mis alumnos, aunque a otro
nivel, como es lógico.
[...] Él era un clérigo cerbatana,
largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir
para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que
miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros, que era buen sitio el suyo para
tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había
comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan
dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a
comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes
y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con
una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la
necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una.
Mirado de medio abajo, parecía tenedor o
compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se
descomponía algo, le sonaban los güesos como
tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la
cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano
del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros.
Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de
grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según
decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos,
viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era
ilusión; desde cerca parecía negra, y desde
lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con
los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada
zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él.
Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que
guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar
las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
[...]
Quevedo,
Francisco de: El Buscón. Edición de Domingo Ynduráin. Madrid: Cátedra,
1996, págs. 116-118.
Todavía, después de tanto tiempo y de
tantas lecturas, se me saltan, incontenibles, las lágrimas debido a la risa que
me provoca este texto cada vez que se lo leo a alguien (lo hago de vez en
cuando para algún amigo o conocido que me visita), y entonces… siempre… me
acuerdo de Gustavo, y, mentalmente, le doy las gracias.
viernes, 13 de octubre de 2023
Jauja
Mira que te lo tengo dicho, que eres un ingenuo, que te crees que esto es Jauja. Que piensas que to el monte es orégano. Que te imaginas que todo es llegar y cargar, coser y cantar. Sí, no me mires así, que las cosas no caen por la chimenea, que esto no es llegar y besar el santo, no, en absoluto, que te lo digo yo…, que no es oro todo lo que reluce.
viernes, 6 de octubre de 2023
De la Pifania
Hace ya un tiempo —bastante— que lo vengo pensando, pero hasta ahora, que me ha sido confirmado por un amigo, no me he decidido a dejarlo plasmado por escrito.
Conozco, aunque solo medianamente bien, a Paco, del que, además de que me parece buena persona, poco más puedo decir: que ha trabajado de albañil, que vive cerca de mi casa y que desde hace unos años veo a menudo por la calle y cruzamos algunas palabras, pues ambos, él y yo, que somos de la misma edad aproximadamente, andamos ya jubilados, libres del obligado trabajo diario que, hasta no hace tanto, nos solía mantener separados el uno del otro, en nuestros respectivos quehaceres.
A Paco se le conoce en el pueblo —lo recuerdo así desde que era un chiquillo— como «el Paco ‘la Pifania’», así, como está escrito, sin la preposición «de» después de «Paco» (aquí es frecuente referirse a la gente por su nombre seguido de un mote propio o del nombre o mote de su padre, de su madre… de la familia: Pepe 'de la Amelia' —que queda como «Pepe l’Amelia»—, Pepito '[d]el Rosendo', Antoñín ‘el brujo’, Ángel ‘el moniato’, Joaquinico '[d]el chepao'…).
Y yo, que, ya digo, conozco solo ligeramente a Paco desde que ambos éramos unos chiquillos, vengo tiempo dándole a la cabeza y concluyendo —una suposición— que su madre debió de llamarse Epifanía, no Pifania; pero ha sido ahora, como he dicho al principio, hace muy poco, cuando un amigo me ha confirmado que sí, que realmente ese era el nombre de la buena mujer: Epifanía.
Así que, en efecto, como yo pensaba, «el Paco ‘la Pifania’» es, en realidad, «el Paco de la Epifanía». Y es que los murcianos somos tan ahorrativos, tan prácticos en nuestras hablas, que convertimos con suma facilidad una palabra de cinco sílabas —«E-pi-fa-ní-a»— en una de tres —«Pi-fa-nia»—, y nos quedamos tan panchos.