«¿Qué
diferencia hay entre una montaña y una colina?». Esta fue una de
las preguntas que había puesto en el examen don Blas, el maestro de
sociales. Y uno de sus alumnos, todo un personaje ya entonces, muy
sobrado, respondió, con mucho desparpajo, que colina y montaña eran
muy diferentes, pues «la montaña deja en mantillas a la colina»,
una respuesta muy original y no tan desacertada como podría parecer
a primera vista.
SECCIONES
viernes, 31 de enero de 2020
viernes, 24 de enero de 2020
De puntillas
(A
quien siempre va conmigo)
Vuelves
la mirada atrás, al ayer más o menos lejano, diriges tu atención a
determinados momentos que quedan cada vez más rezagados en el tiempo
y, de pronto, tienes la sensación de que has pasado de puntillas por
la vida, y de que, además, lo has hecho rápido, muy rápido; para
más inri, encima, sientes que has realizado el recorrido de forma
poco consciente: con los ojos poco abiertos, con los oídos poco
atentos, con el cerebro poco alerta… a todo lo ocurrido, a lo
vivido.
Si
hubieras
sabido que todo lo que en cada momento pasaba ante ti, que todo lo
que desfilaba ante tus ojos y al alcance de tus oídos… que todo lo
que llegaba a tu cerebro desaparecería pronto y se convertiría, sin
apenas darte cuenta, en tiempo pasado cada vez más remoto y
difuminado, si de verdad hubieras sido consciente de todo ello…
¿habrías hecho un esfuerzo mayor, incluso extraordinario, para
aprehender más y mejor aquellos aconteceres entonces presentes y
ahora idos: aquellos días, horas, minutos, segundos…?
viernes, 17 de enero de 2020
Miligramos
Voy al
ambulatorio para que el médico me recete unas medicinas que necesito. Me siento
en una de las sillas que hay frente a la consulta que me corresponde y me pongo
a leer mientras espero que me llegue la vez. Al rato sale el médico con un
folio en la mano del que, con voz bien audible en uno metros a la redonda, va
leyendo los nombres de algunos de quienes estamos ante él, y a cada uno le va
indicando con la mano, muy visualmente, la persona tras la que va en la lista,
la que lo precede en la espera, para que sepa detrás de quién va a entrar a la
consulta. Así que… atento, con la vista puesta de vez en cuando en esa persona
que entrará justo antes que yo… espero y leo.
Llega
el momento, paso a la consulta cuando sale mi predecesora en el turno (es una
chica joven), doy los «buenos días» al médico, le digo que no me encuentro mal,
que solo voy a que me recete medicinas, y, tras entregarle mi talonario de MUFACE,
comienzo a dictarle la cantidad de recetas y los nombres de los productos que
quiero: «tres recetas de Iscover 75
mg.», digo para comenzar, y hago una pausa esperando a que rellene las tres
recetas; continúo: «tres de Micardis
40 mg.», y espero de nuevo; «y una de Zarator
10 mg.». Y en cada caso, igual que en otras veces anteriores, escucho al médico
que, sin levantar la cabeza de la receta que rellena, va repitiendo lo que le
voy dictando, pero en vez de decir «miligramos» —palabra llana—, dice
«milígramos» —palabra esdrújula—, y la verdad es que no sé si lo hace con
intención de corregirme.
Lo
cierto es que la corrección está de mi parte, pues la palabra en cuestión debe
articularse como yo lo hago (en Chile se utiliza también «milígramo»), pero el
caso es que no me atrevo a decírselo al médico, que, posiblemente, a su vez,
piense que el equivocado soy yo y tampoco se atreva a decírmelo. Así que en
esas estamos; siempre lo mismo: yo pronunciando miligramos, y él, milígramos.
Ya veremos cómo acaba esto.
viernes, 10 de enero de 2020
Conciertos escolares
Anda
el otoño recién iniciado. El curso escolar, lo mismo. Y ando yo también recién
iniciado —pero a buen paso ya— mi paseo diario por las calles del pueblo, conversando
como suelo con quien siempre va conmigo… De improviso me encuentro con Jesús,
el secretario de Euterpe:
—Tengo que darte la enhorabuena —me
dice.
—¿A mí, por qué? —contesto
extrañado.
—Por el aumento de matrículas de
este comienzo de curso.
—¿Y tú crees que me lo debéis a mí
—le pregunto, intuyendo por dónde va.
—Estoy seguro.
***
Ya finalizando el pasado
curso escolar, me pidió la asociación Euterpe que fuese el presentador de unos
conciertos escolares por ella organizados, con la intención de hacerlos más
comprensibles y más amenos, más entretenidos y cercanos a un público especial
que no era otro que el alumnado de 1º, 2º y 3º de cada uno de los colegios del
municipio.
Euterpe había organizado
cinco sesiones en las que se ofrecería el mismo programa de concierto, un repertorio
de cinco obritas sencillas interpretadas por el Conjunto instrumental de Euterpe, una banda de música formada por
una veintena escasa de niños y niñas de los más jóvenes de que dispone la
asociación, con la idea de que sus edades se acercaran lo máximo a las de los integrantes
del público a que iba destinado el concierto, lo que, si bien se reflejaría en una
menor calidad de la interpretación, propiciaría que esta ganara en atractivo a los ojos de una chiquillería con edades
comprendidas entre los seis y los ocho años.
Me dijeron los organizadores
que mi misión consistiría en la presentación del espectáculo, y, conociéndome,
me pidieron que lo hiciera a mi gusto, un gusto consistente —lo anticipo— en
aprovechar los huecos entre las obras del programa para implicar a tan joven
público en diversos juegos musicales, para hablarle de la música y de los
compositores, de la banda y de sus instrumentos, tratando de resaltar —así se
me encargó— algunos de estos, que, por no ser conocidos, apenas son elegidos a
la hora del estudio en la asociación musical.
Para asistir a los
conciertos, los colegios participantes —cinco de ellos públicos y uno
concertado— debían desplazarse al salón de actos del ayuntamiento, cada uno a
su hora y coincidiendo más de uno en una misma sesión. Respecto de esto solo
hubo una excepción, pues uno de los centros —el concertado— no iría al salón de
actos, por lo que los organizadores e intérpretes nos desplazaríamos para
ofrecer el concierto en él.
Entre
las actividades pensadas para amenizar y enriquecer cada concierto, se llevaron
a cabo, según el tiempo disponible en cada caso, algunos juegos de imitación de
motivos musicales —rítmicos y melódicos—, y algunos de discriminación auditiva
—rítmica, melódica, tímbrica—, así como otros de pregunta-respuesta y de
presentación de instrumentos musicales. Se habló en las distintas sesiones de
la importancia de la música, de la necesidad del silencio para poder escuchar
bien, de la diferencia entre oír y escuchar; aclaramos qué es una banda de música
y qué la distingue de una orquesta; vimos la necesidad e importancia de la
figura del director en cualquier agrupación musical y destacamos la del allí
presente con la banda infantil, grupo del que presentamos los diversos instrumentos,
poniendo especial atención en los que me habían sido indicados como
deficitarios por no ser conocidos, como el fagot —sobre todo—, la trompa y el
chelo. También, aunque muy por encima, sobre la marcha y según las distintas
sesiones, salieron a relucir algunos compositores: Bach, Händel, Beethoven,
Schumann, Scott Joplin…
Se había previsto también
que algunos niños y niñas de los distintos colegios asistentes (llamados por mí
en cada caso, según el turno del colegio presente en el concierto) subiesen al
escenario e interpretasen algo con su instrumento. Y así fueron interviniendo,
de distintos centros y en distintas sesiones: tres violinistas, una
clarinetista, dos pianistas, a los que sumamos —ahora sí en todas las ocasiones—
una intervención del violonchelista de la banda, siempre con la misma obra, y un
muestreo ad libitum de pequeños fragmentos
interpretados al mostrar el resto de los instrumentos: flauta, oboe, trompeta, trombón,
saxofón, caja, bombo, charles…
Los resultados, al
margen de la pretendida captación de matrículas por Euterpe —objetivo
prioritario—, fueron muy buenos, y lo fueron desde un punto de vista educativo,
para mí el más importante, y tanto para el alumnado que asistió como público
como para quienes intervinieron como músicos: los de la banda —grupo principal—
y los «espontáneos» de cada sesión.
Yo, que en muchos años
de magisterio tantas veces he asistido como acompañante de alumnos a conciertos
musicales escolares, y por ello sabedor de la dificultad de conseguir que la
chiquillería se porte bien y «escuche» en estos actos, quiero resaltar en el
caso que comento el buen comportamiento de un público tan joven (solo una
excepción: la del único colegio que no se desplazó al salón de actos, ¿quizás
por esta razón?) y por ello felicité con vehemencia y repetidamente en cada
caso —salvo en la ocasión excepcional— al magisterio acompañante. En la misma
línea, la participación del alumnado asistente como público en los distintos ejercicios
que propuse fue muy activa, tanto respondiendo a los juegos musicales como a
las cuestiones planteadas en cada momento. Y también los músicos de la banda estuvieron
a una buena altura, atentos a las indicaciones de su competente director en las
interpretaciones del programa y a las mías en los interludios didácticos.
Así que… resumiendo:
los conciertos, muy bien en general; la banda muy bien; el director, muy bien;
la organización, muy bien; y el presentador… disfrutó mucho.
viernes, 3 de enero de 2020
Únicos
«Converso con el hombre que siempre va conmigo»
(Antonio Machado)
Todos y cada uno de
nosotros, en nuestra exclusiva individualidad, y precisamente por ella, somos
especiales, irrepetibles… únicos. Nadie puede conocer tan bien como cada cual
—según su entendimiento, ¡claro!— lo por él vivido, ni cómo lo ha vivido. Nadie
saborea tal alimento exactamente igual que lo hace otro, por lo que, salvo yo,
nadie sabe con precisión cómo y cuánto me gusta tal tipo de chocolate, ni qué
siento ni cómo me sienta al tomarlo. Igualmente, nadie puede saber cómo ni
cuánto me ha gustado tal obra literaria, cómo la he disfrutado página a página,
ni cómo me siento y reacciono ante la música de Bach, la de Mozart o… cualquier
otra, o ante la pintura de Rubens, o la de Goya.
Por tanto, nadie como uno mismo, como cada uno de nosotros —si quiere y posee
las herramientas suficientes— puede expresarlo, contarlo… transmitirlo a los demás,
incluso sabiendo de la limitación inherente a esa transmisión, siendo muy
consciente de que su posterior entendimiento en la recepción será difícilmente
total y preciso.
Cuando alguien muere, cuando alguien cierra para siempre los ojos en una mansión
de lujo o en el banco callejero de un mendigo, desaparece un modo de ver el
mundo, una memoria de los sabores y la luz, un sedimento de experiencias con
nombres, miedos, ilusiones, costumbres, alegrías y heridas. Escribir es una forma de negarse a esa desaparición,
un intento de dejar huellas o encender hogueras en la oscuridad. (García Montero, Luis —Verso libre— 09-12-2018
InfoLibre).
Pues… eso, que… escribir es una forma de resistirse a la desaparición… de
un yo singular, exclusivo… único.
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