Hace poco me encontré con una antigua alumna que me dijo con bastante alegría: “me acuerdo mucho de ti,
maestro, porque ahora pongo todas las tildes y me fijo en las comas y…”. Me alegra
que ponga las tildes, que se fije en las comas… y también que se acuerde de mí.
Me pasé toda
la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por
la tarde, volví a ponerla.
Oscar Wilde
¿Un escritor es una
persona que se pasa todo un santo día pensándoselo para poner una coma y el día
siguiente para quitarla?, ¿que no duerme por la noche pensando en una
determinada expresión? ¿Que vive obsesionado con esas bagatelas? Bueno… muchos… desde luego: una coma, un adjetivo, un
sinónimo adecuado para no repetir una palabra…
¿Y tan
importantes son las tildes? ¿y las comas? ¿y…?
En mis clases he
utilizado unos cuantos casos sencillos, con un pretendido toque de humor para
atraer al alumnado, a fin de demostrar el valor que puede tener una simple coma
bien puesta o resaltar qué ocurre si la cambias de lugar. Quizás sean bastante
conocidos algunos de estos casos, pero no puedo evitar la vena magisteril.
Es evidente
—leía hace poco— que “vamos a comer,
niños” no es lo mismo que “vamos a
comer niños”. En el segundo caso la ausencia de coma tras la palabra comer
convierte el enunciado en un verdadero disparate caníbal.
Puede ocurrir,
como veremos ahora, que al cambiar la coma de lugar en una oración, cambie
también sensiblemente el significado del enunciado, incluso hasta pasar a significar
lo contrario de lo que indicaba el primer caso.
a)
Si el hombre
supiera realmente el valor que tiene la mujer, andaría a cuatro patas en su
búsqueda.
b)
Si el hombre
supiera realmente el valor que tiene, la mujer andaría a cuatro patas en su
búsqueda.
¿Quién andaría a
cuatro patas según cada enunciado?
Y algo parecido se
da en el caso siguiente, que algunos pretenden verídico además de cierto: otra
vez el cambio de lugar de una coma altera totalmente el sentido, hasta indicar
lo opuesto al original.
Cuentan que a
Carlos I le presentaron, para que firmase, un documento en el que venía
redactada la condena a muerte de un pobre infeliz. En el papel en cuestión
ponía:
“Perdón imposible, que se cumpla la condena”
El rey, en vez de
firmarlo como estaba, cambió la coma de sitio — unos dicen que porque se apiadó
del condenado; otros, que por ignorancia— y salvó la vida del condenado. El
escrito pasó a decir:
“Perdón, imposible que se cumpla la
condena”
Y termino con un
caso en que al efecto producido por el cambio de lugar de una coma y la supresión
de otra, sumamos el que produce la alteración de una palabra a la que se le
cambia la sílaba que lleva el acento. El resultado, cómico, no tiene nada que
ver con lo pretendido. Se trata, ahora, de un breve relato que se viene
contando tradicionalmente como chascarrillo:
Eran otros
tiempos. Viajaba un señor ya de cierta edad con su joven criado. Lo hacía para
visitar a un amigo gravemente enfermo. Pensando en un rápido desenlace, en el
temido final, el señor le dice al criado:
—Pablo,
adelántate, te presentas en casa de mi amigo, ves cómo está la situación y me
lo notificas.
—Bien, señor
—responde el criado—, no se preocupe. En cuanto llegue le escribiré una nota,
o… mejor… un telegrama, que es más
rápido.
Pablo parte, se da
prisa en el camino, pero el enfermo ya ha fallecido cuando él llega. Inmediatamente
va a la centralita de teléfonos y pide poner un telegrama. El precio de este,
como sabemos, se encarece conforme aumenta el número de palabras de la
comunicación, por lo tanto el mensaje ha de ser lo más breve posible.
—Buenos días,
señorita, por favor, quiero poner un telegrama.
—Buenos días.
Ahora mismo. ¿Qué texto quiere poner?
—Escriba: “Señor, muerto está, tarde llegamos”.
La chica, que no ha
ido a la escuela el tiempo suficiente, escribe el siguiente texto, que es el
que llegará definitivamente a su destino:
“Señor muerto, esta tarde llegamos”