Últimos años
de la década de los setenta y primeros de la de los ochenta. Un servidor acababa
de comprar una caravana, a pagar en incómodos y asfixiantes plazos durante tres
años, y los miembros de la familia —primero tres y después cuatro— la
utilizábamos para viajar, sobre todo en los veranos. Algunas veces, al tiempo
que veraneábamos, el paterfamilias, yo, aprovechaba y asistía a algún curso de
pedagogía musical —Santander, Burgos, Vigo...— y así pude compaginar el
disfrute de las vacaciones familiares con el conocimiento y profundización en
metodologías musicales para mí poco estudiadas hasta entonces. Por la mañana
asistía a las clases del curso en cuestión y por la tarde todos los miembros de
la familia visitábamos aquello que nos interesaba de la ciudad y sus
alrededores.
Uno de esos veranos fuimos a
Santander, donde la Universidad Internacional
Menéndez Pelayo, que allí tenía su sede principal, organizaba un curso
de Pedagogía Musical
Willems impartido por una
flautista francesa. Nos acompañaban en esta aventura, también con su caravana,
Ginés Abellán, Maribel Torregrosa
y los dos hijos de ambos, con la misma idea que nosotros, la asistencia de los
padres al curso y visitar en familia el entorno.
Llegamos al
camping, situado junto al faro, y comenzamos con los preparativos: buscamos una
buena parcela, colocamos la caravana bien situada y orientada, le «sacamos» las
patas, la nivelamos, le ponemos el toldo, instalamos bajo él la mesa, las
silletas... y dejamos todo dispuesto antes de salir a hacer una primera visita
a la ciudad.
Al poco,
minutos después, conduzco callejeando por el casco urbano de Santander, despacio,
buscando aparcamiento, cuando de pronto, con clara entonación de mucha sorpresa,
escucho que me dice Toñi, mi mujer:
—¡Oye!, ¡¿ese que hay en la
acera... no es tu amigo?!
—¿Quién?
—Sí, tu
amigo... el que está casado con... una del pueblo, con la hija de...
—¿¡Quiéén!?
—¿No se llamaba Fernando?
Me inclino un poco hacia mi
mujer para poder mirar mejor a través de la ventanilla delantera derecha del
coche y, en efecto, casi pegado al vehículo —él no nos ha visto—, veo sobre el
bordillo de la acera a Fernando Mancebo, el mayor de los dos hijos de un
matrimonio de maestros que vinieron a Santomera
en los años cincuenta, Don Pascual y Doña Candela. Pasado el tiempo, Fernando
se casó con Conchita, una de las hijas de Juan
el Carlos,
popularísimo personaje local a quien ya dediqué una entrada en Abonico.
Yo había creído hasta entonces,
no sé por qué, que, desde que se fueron del pueblo bastantes años antes de lo
que cuento, Fernando y Conchita vivían en Bilbao, por lo que jamás hubiera
pensado ni por asomo encontrármelos en Santander. Por ello la sorpresa fue
enorme, y una felicísima casualidad, pues, además de que nos teníamos, y tenemos,
un notable aprecio recíproco —demostrado mutuamente en sus espaciadas visitas
al pueblo—, desde ese momento ambos se convirtieron en nuestros guías
particulares y nos mostraron todo lo que, desde un punto de vista exigente,
merecía la pena ser conocido en la ciudad, en sus alrededores e incluso en
zonas más o menos alejadas.
Quiero
decir que Fernando igual te explica el proceso de urbanización de determinado
sector de la ciudad, como te lleva a probar esa peculiar y típica ricura
gastronómica en un lugar que tú solo no sabrías encontrar, o a visitar
cualquier monumento artístico, o te comenta un concierto escuchado en la Plaza Porticada. Sí, porque es sensible e instruido.
Además, y esto es muy importante, es una de las mejores personas que he conocido
a lo largo —que ya va un trecho— de mi vida.
La verdad es que no sé —tampoco es tan importante— si mi amigo estaba de
vacaciones o se pidió unos días en el trabajo; lo cierto es que nos dedicó —nos dedicaron—
amabilísimamente, todo su tiempo durante los días que estuvimos allí, que no
fueron pocos.
Creo que nunca he manifestado
expresamente a Fernando y Conchita mi agradecimiento por esa dedicación plena,
paciente y sabia. Por si no lo he hecho con la suficiente claridad, en los
términos adecuados, aquí
va por escrito: gracias, amigos.
Desde siempre, Pepe, los amigos del pueblo, estén donde estén se han comportado como tales en circunstancias similares a la que con tanto detalle nos explicas. Tanto a tu amigo Fernando como a todos los que de una u otra forma no están, estamos, incluyéndome yo mismo, en el pueblo seremos los familiares que se encuentran fuera momentáneamente. De este comportamiento me enorgullezco por todos. Un abrazo, Pepe.
ResponderEliminarPor lo que sé, me consta que tu comportamiento en el aspecto que tratamos es como para enorgullecerse de él.
EliminarUn abrazo, Antonio.