Mis
oídos escuchaban y mi cerebro de niño procesaba a su manera lo que, en voz muy baja,
entonces se contaba de él. ¡Se decían tantas cosas...!
que en determinados círculos de la localidad acabó convirtiéndose en una
leyenda. ¿Que qué se decía?: que si era una eminencia, que si tenía una cultura
por las nubes, que si sabía «muchas matemáticas», que si había sido un militar
de alto rango en el ejército de la República, que si… Siempre he admirado la
figura que de él, como consecuencia de todo lo visto y escuchado, se formó en
mi cabeza.
Posteriormente,
ya con más madurez, un servidor acompañaba todo esto de una reflexión implícita: ¿cómo se habría
librado nuestro personaje de que los adláteres del general que gobernaba el
país con durísima mano le mandaran dar «matarile», o «café», como a menudo eran
llamadas por ellos mismos sus «heroicas y patrióticas hazañas»? Después, con el tiempo, he
pensado que alguien con suficiente peso en el bando de los vencedores pero no
convencedores pudo haberlo protegido para evitar que acabara su vida en la
cárcel o, peor aún, en un paredón frente a un pelotón de fusilamiento. Mi
teoría se ve confirmada por Ginés Abellán, que cuenta haber oído a nuestro
personaje decir algo parecido: que debió de ser obra de un benefactor anónimo —por
una benefactora parece que se inclinaba él— quizás en reciprocidad por el buen comportamiento
suyo en la guerra.
Don
Juan, pues ese era su nombre, para mí siempre con esa aureola de hombre sabio,
educado y prudente, había sido confinado aquí, concretamente en El Siscar. En
mis borrosos recuerdos, que se mezclan con lo oído posteriormente provocando que
no pueda distinguir y separar lo que vi y escuché directamente de lo que he
escuchado después, siempre aparece la misma imagen suya: lo veo en la tienda de
mi padre, con indumentaria pobre de tonos grises, buscando dónde dejar apoyada
la bicicleta que lleva de la mano.
confinado, o confinada —diccionario de la Real Academia Española—, es un adjetivo —también se usa como
sustantivo— que se refiere a una persona
condenada a vivir en una residencia obligatoria.
La
figura que lejanamente recuerdo, reforzada por lo que me cuentan, es la de un
hombre muy serio: delgado, alto, moreno de piel y con poco pelo tirando a
castaño y peinado hacia atrás, de frente
despejada, con gafas de cristales redondos; venía a mi casa periódicamente con
una vieja y alta bicicleta que dejaba al fondo de la tienda apoyada en las cajoneras
que contenían granos y harinas para alimento de los animales entonces
frecuentes en las viviendas. Tras unos muy educados saludos a los mayores de la
casa —hablaba «fino», con eses—, don Juan pasaba pronto a «darnos» lección
—matemáticas, recuerdo— a los pequeños de la casa, a mi hermana y a mí:
ponernos cuentas, corregirnos las puestas en la clase anterior, etc.; la verdad
es que no he retenido muchos detalles en la memoria, era muy pequeño.
En
la tertulia me dice Eustaquio,
unos cuantos años mayor que yo y
uno de los alumnos que en el pueblo mejor recuerdan a don Juan, que
nuestro personaje se llamaba Don Juan Cañadas Cambronero, que era de Cuenca y debió
nacer, más o menos, con el siglo, porque aparentaba, allá por el año sesenta,
unos sesenta y cinco años; que vivía
en El Siscar, en una casa en la orilla de la
acequia, a la que Eustaquio, para dar clase, llegaba con su bicicleta
atravesando un cañaveral; que años después, quizás cuando don Juan ya se
encontraba muy mayor o mal de salud —no sabe bien—, las autoridades lo dejaron
salir del lugar de confinamiento para irse a vivir con una hermana; que
había sido comandante de artillería en el
ejército de la República —de Estado
Mayor, puntualiza, por otro lado, Ginés Abellán—; que fumaba lo que le
echaran —caldo de gallina, cuarterón...—, que las gafas que llevaba eran de las
aquí denominadas de culo de vaso, porque por un ojo no veía y por el otro, muy
poco; que, desplazándose en su bicicleta, daba clases por las casas del pueblo,
y no solo de matemáticas, las daba de todo —menos de religión, apostilla Paco, hermano de Eustaquio—; que, como
buen oficial de artillería, «le gustaban mucho los problemas referentes al tiro
oblicuo»; que...
Después
he sabido lo mucho que se enfadaba el exmilitar cuando alguien soltaba junto a
él el pseudotaco «me cago en el que no cree en Dios», pues —decía enojado— él no
era creyente y por lo tanto se le ofendía con esa expresión. Al respecto cuenta Ginés que un encorbatado joven de la época soltó la
cagada antedicha estando presente don Juan, y este —acuérdense, muy educado y
«fino»— reaccionó enérgicamente, tomó de la corbata al chico y, enfurecido, le
dijo «¡y yo me cago en todos los que llevan corbata!», aclarándole a
continuación el porqué.
El
mismo don Juan contaba que no llevaba luz en la bicicleta y que un día lo paró
la guardia civil y quiso multarlo; él dijo que no tenía dinero y, además, que
no necesitaba llevar luz porque de noche no utilizaba la bici, no podía hacerlo
debido al mal estado de su vista, y añadió que solo si lo pillaban de noche con
la bicicleta deberían denunciarlo; parece ser que los guardias insistieron
pesadamente y uno de ellos llegó a decirle que un individuo como él, un rojo, debería
estar en la cárcel. Don Juan, que, según él mismo aseguraba, respetaba mucho el
uniforme, muy cabreado, terminó diciéndoles severamente que con su comportamiento
deshonraban la ropa que llevaban, y les pidió sus nombres para apuntarlos y mandárselos
al generalísimo contándole cómo se comportaban sus guardias: ahí acabó el
problema.
He
tratado de encontrar en Internet, ya acabando este artículo, algún rastro del
militar republicano, pero no he encontrado nada. Así que, por ahora, lo dejo aquí,
pero sin renunciar a seguir la búsqueda y, por tanto, a la continuación de este
tema; no pierdo la esperanza de encontrar cualquier hilo que me lleve a algo o
a alguien que nos pueda desentrañar algunas de las muchas cosas que
desconocemos de don Juan. También podría ser que este artículo en Abonico —de muy poco alcance, lo sé— acabe
siendo como la botella con mensaje dentro que el náufrago lanza al mar con la remota
esperanza de que alguien la recoja, lea el mensaje y... ¡Ojalá!
D. Juan, cuando llegaba a casa, hacia media mañana, mi madre limpiaba con puertas y ventanas abiertas, en verano e invierno. Entraba en silencio y, tras saludar, se sentaba en una de las sillas de cordelillo, que todavía existen, en el amplio comedor. Todo lo que relatas, Pepe es cierto, su aspecto, entre bohemio y desaliñado, quedaba borrado inmediatamente que se enfrascaba en las explicaciones de cualquier parcela del saber. Cierto que en Matemáticas era un cerebro privilegiado y, cuando años más tarde, siendo oficial del ejército de la escala de complemento, tenía que dirigir el tiro real de artillería, las enseñanzas que adquirí de D. Juan fueron tan fundamentales como recordar que, de vez en cuando, la trigonometría la explicaba en milésimas artilleras, unidades exclusivas del ejercito. Pero, de entre todas las anécdotas que tengo presente existe una especial por haberla repetido en mi larga carrera docente miles de veces a mis alumnos cuando la desidia aparecía en algún momento. Algunos días, cansado y levantado de la cama con el tiempo justo para escuchar sus clases, sin haber estudiado las propuestas, “deberes”, para el día, le decía:
ResponderEliminar- “D. Juan, anoche no pude estudiar las lecciones que me solicitó para hoy”
- “¿Por qué motivo, jovenzuelo?”
- “Pues porque me dolía mucho la cabeza”
- “Perfecto, eso es para celebrarlo puesto que si le dolía la cabeza es porque usted tiene cabeza. A mí nunca me ha dolido la cabeza, señal de que soy mucho menos inteligente que usted por no tenerla ni sentirla. Y ahora, demostrada su capacidad vamos a empezar la clase de hoy”.
D.Juan fue un eminente militar, pedagogo y hombre sabio. Excelente tu trabajo, Pepe. Un gran abrazo.
Gracias, Antonio, como siempre. Tomo nota de lo que dices para un futuro relato, pues ando con la idea de encontrar algún archivo de memoria histórica que me conduzca a don Juan. Si consigo algo, te aviso.
EliminarUn abrazo.