Claramente
podemos apreciar que la escritura —en música, notación— cumple una doble
función. Por un lado sirve para preservar
del peligro del olvido, ya que protege con anticipación y resguarda del daño
que pueden ocasionar la pérdida, la modificación y el deterioro que, desde
luego, se dan en la transmisión oral. Y por otro lado sirve para difundir, pues a través de ella se
propagan, se divulgan, conocimientos, ideas, sentimientos, noticias...
En
los tiempos del Gregoriano, la escritura musical andaba aún en pañales. Tan
incipiente y rudimentaria era que resultaba insuficiente (por poco precisa: en
altura, en duración...) para quienes tenían que aprender el repertorio; y como
resultaba insuficiente se necesitaba de todo tipo de ayudas mnemotécnicas, como
el gesto del director del coro —quironomía o quironimia—, y, además, de algún
otro empujón más «estimulante», más fuerte, como el proporcionado por unas
adecuadas cimbreantes varas de mimbre aplicadas con «sabia» mano.
Un «custumal»
del siglo XI, libro de reglamentos para el monasterio cluniacense de San
Benigno, en Dijon (más tarde catedral), nos dice que «en los nocturnos, si los
niños cometen alguna falta en la salmodia o en otro canto, bien por quedarse
dormidos o por alguna transgresión semejante, no debe producirse demora alguna,
sino que se los despojará del hábito y del capuchón y se los golpeará, cuando
sólo tengan puesta la camisa, con cimbreantes y lisas varas de
mimbre, adecuadas para ese propósito especial». (Robertson, A. y Stevens, D.
(directores), 1966: Historia General de la música (3 Vols), Madrid, Istmo–Alpuerto).
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