Una bruja...
Acaba de comenzar el verano y ya aprieta el calor. Voy con mi
hijo mayor, mi nuera y mis nietas a tomar un helado a la heladería que hay junto
a la iglesia del pueblo. Una vez allí, en una de las mesas de la terraza, «es
obligado» llevar a las niñas a las escaleras que dan entrada al templo,
situadas a unos pocos metros de nosotros; ¿para qué?, pues para que suban y
bajen sus escalones incansablemente (y agotadoramente para los adultos que las
acompañamos) en diversos estilos y modalidades: andando, saltando, hacia
delante, lateralmente, para atrás...; también, para que bajen corriendo la
rampa que, para gente necesitada, hay en un lateral de las escaleras; para que
se cuelguen de la barandilla que hay junto a dicha rampa.... Échenle
imaginación y aun así se quedarán cortos ante la variedad.
Los tres adultos nos turnamos para aguantar el tirón con las
crías. Mientras uno está con ellas, los otros se relajan y descansan sentados en
la terraza de la heladería; y eso, relativo reposo, es lo que en este momento
me toca a mí, pues es mi nuera quien está con las niñas. Las tres, madre e
hijas, han subido los escalones y desaparecen durante unos momentos por la
puerta de entrada a la iglesia: las pierdo de vista.
Regresa mi nuera de su turno a los pocos minutos; vienen las
tres, esperando las pequeñas que alguien se vuelva a ir de juego con ellas. Entonces
me dice mi nieta Paula, señalándome con la mano en dirección a la puerta de la
iglesia:
—Abuelo, es María.
Miro en la dirección que me señala y veo una monja, toda de
blanco.
—¿Quién es María?, ¿aquella mujer? —pregunto a mi nieta,
señalando en dirección a la sor con más discreción que lo ha hecho la niña—, ¿la
monja?
—Sí.
Entonces me dice mi nuera que Paula y la monja acaban de
tener una breve e interesante conversación en la que mi nieta ha tomado la
iniciativa.
—¿Tú eres una bruja? —le ha preguntado inocentemente la niña.
—No, yo soy una monjita —se apresura a contestar con dulzura
la monja.
—¿Y cómo te llamas? —sigue preguntando la chiquilla.
—María.
Y así quedó la cosa ese día, de manera que cuando
posteriormente hemos ido allí a tomar un helado, Paula se acuerda y pregunta por
María.
Días después, en el mismo contexto, presencié una escena
parecida, pero cambiando de niña protagonista. Imagínenme sentado en la terraza
de la heladería; las chiquillas andan, esta vez acompañadas por su yaya —mi
consuegra—, en las escaleras de la iglesia; miro hacia donde están ellas y
escucho a mi nieta Paula que desde unos veinte metros de distancia me dice,
elevando la voz para que la onda sonora llegue bien a mis oídos: «¡si no da
miedo!»; y lo repite un par de veces: «¡abuelo, si no da miedo!, ¿a que no?».
Al poco me entero de la razón por la que lo dice: Resulta que María, la monja,
hoy tocada de color negro en la cabeza, le da miedo a Ángela, mi nieta pequeña,
que es quien ahora dice que la monja es una bruja; y Paula, en su papel de «más
mayor», trata de quitarle importancia y me explica a mí, desde la distancia, lo
que le dice y le repite a su hermana para tranquilizarla: «¡si no da miedo!».
Y así están las cosas por ahora con el asunto de la
bruja-monja.
...y un payaso
El tema de la monja me lleva a recordar algo que hace ya
muchos años —cerca de cuarenta— me ocurrió con mi hijo mayor, el padre de Paula
y Ángela, las protagonistas de la historia que acabo de contar.
Vivíamos en la casa que tuvimos antes de la que disfrutamos
ahora; yo andaba en mi estudio y mi hijo en el salón, jugando y viendo la tele.
De pronto veo que, muy sorprendido, viene corriendo hacia donde estoy y me
dice: «¡ven, papá, mira, un payaso!».
Voy preparado; ver un payaso en televisión no es como para
maravillarse, pienso que pensé entonces. Salgo de mi estudio con el niño de la
mano y voy a mirar el payaso que dice haber visto en la pantalla y que al
parecer tanto le ha chocado. ¿Y...? Me llevo una buena sorpresa, porque no es
un payaso, ni se le acerca; es el Papa, sí, el de Roma, que, ataviado como de
costumbre, ceremonialmente, para algún acto de los suyos, con esas «vistosas»
vestimentas, ha hecho creer a mi hijo que se trataba de alguien disfrazado de
payaso, según su natural lógica infantil al margen de educación religiosa
alguna.
Qué quieren que les diga: me dio la risa. En otra casa, otra
familia casi seguro que habría reprendido al niño o le habría dado algún
pescozón, por sacrílego o no sé por qué, pero yo pensé que era gracioso;
reflexioné, saqué mis conclusiones —saquen ustedes las suyas—, me reí y... lo
he contado muchas veces.
Ahora, las dos anécdotas,
la de la bruja y la del payaso, suelen ir de la mano.
Y, las mías, Pepe, son idénticas a las que se entreleen en tus palabras. Sí, a veces, la mascarada de la diferenciación confunde, da terror o risa. Cuando produce terror la mente relaciona hechos con aspecto y confunde. Ahí, ahí está la inutilidad del pescozón: creo que nunca se debe reprender por apreciar diferenciaciones que apartan la realidad de la ficción. Un abrazo.
ResponderEliminarA mí me suele dar la risa y, además, extraigo mis conclusiones.
ResponderEliminarGracias, Antonio.