Este artículo no contiene eratas
He escuchado contar
en más de una ocasión a un amigo, vecino de una localidad cercana, que, con
ocasión de un acontecimiento organizado por él para las fiestas de su barrio
hace ya bastantes años, pidió a una de las imprentas de la capital —en el
pueblo no había entonces ninguna— la elaboración de un folleto que anunciaba
una noche de meigas (así llaman a
las brujas en algunas zonas del norte peninsular). Cuando el trabajo estuvo
hecho y mi amigo fue a recogerlo, el imprentero («por llamarlo de algún modo», suele añadir en off cuando me lo cuenta), hombre campechano
y de peculiar mollera, le dijo, con aire de sobrada suficiencia: «menos mal, tío,
que m’he dao cuenta y te lo he corregío:
habías puesto meigas en vez de migas». Así que la cosa quedó como «noche de migas».
Según me enteré después, este imprentero
de las migas era «famoso» por su falta de formalidad en los plazos de entrega, por
su impuntualidad, a lo que había que añadir sus más que frecuentes meteduras de pata en los trabajos que se le
encargaban. Igual te podía «cambiar», como acabamos de ver, las meigas
por las migas en un programa festero, que, en otro de un concierto de
música, podía aparecer Venegas me destroza
en lugar del nombre del compositor español del siglo de oro Venegas de
Henestrosa; sí, eso y mucho más.
***
Una
errata, según el diccionario de la Real Academia Española, es una
equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito. Y llamamos fe de
erratas, según la misma obra, a una lista de dichas equivocaciones
observadas en un libro, inserta en él al final o al comienzo, con la enmienda
que de cada una debe hacerse (donde dice tal cosa, debe decir tal otra).
«Fe de ratas» (ABC tituló un artículo
sobre este tema «Helarte de la errata») me da pie a un pequeño
divertimento sobre este particular tipo de errores publicados, sobre erratas,
algunas de ellas verdaderas obras de arte. De estos fallos se culpaba en la
Edad Media al diablo y posteriormente a los duendes de la imprenta; ahora, con
los procesadores de texto, ¿a quién echamos la culpa?, ¿al corrector de Word?
En la errata, un cambio inesperado
en el texto (el añadido o la supresión de una letra, el cambio de una por otra,
la presencia o ausencia de una coma o...) da al traste con el sentido original
de una frase, incluso, y eso es quizás lo más interesante, aunque siga manteniendo
un significado coherente. Veamos a continuación unos cuantos ejemplos.
He
leído que en Arroz y tartana, una novela
de Blasco Ibáñez, el
cambio de una vocal por otra —una «o» donde tendría que ir una «e»— provocó que
doña Manuela quedara «con los ojos fijos en el suelo, el coño fruncido [en lugar de el ceño
fruncido] y las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese
erisipela».
Parece
ser que Ramón de Garciasol quería
decir «Y Mariuca se duerme y yo me voy de puntillas»,
pero terminó diciendo «Y Mariuca se
duerme y yo me voy de putillas».
Pensemos
ahora cómo se quedaría el crítico que dedicó un libro a una condesa escribiendo
de ella que su «exquisito busto
conocemos bien todos sus amigos», cuando en realidad había querido decir que su
«exquisito gusto conocemos bien
todos sus amigos».
Al
novelista argentino Manuel Ugarte
debemos el conocimiento de la errata atribuida a un pelotillero periodista que
pretendía elogiar a la hija del dueño del periódico para el que trabajaba; para
ello escribió «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa
la tinta», pero lo que apareció
publicado fue «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa
la tonta».
El récord de errores se lo
adjudican a la Suma Teológica, pues su fe de erratas en una edición de
1578 ocupaba ciento once páginas.
¿Y qué lenguas están expuestas
a las erratas?; pues... todas. Estas equivocaciones las podemos encontrar en
publicaciones de distintas hablas.
En Francia, a Voltaire se le
adjudica una errata, parece que malintencionada, contra Juan Francisco Boyer,
que había sido obispo de Mirepoix y firmaba como l’anc Evèque de Mirepoix (el ex-ovispo de Mirepoix). El
escritor cambió anc (ex)
por âne (asno), dejando así al prelado como
un burro: «el asno obispo».
En Londres es célebre este
ligero cambio (aprovechado por Ramón J. Sender en Mr. Witt en el cantón): God save
the Queen por God shave the
Queen. Y no es lo mismo Dios salve
a la Reina que Dios afeite a la
reina, ¿a que no?
Parece
que algunas erratas son muy resistentes a la corrección, como la que pongo
a continuación, encontrada en un
artículo del blog librosmalditos.com.
Hay
erratas poderosas, invencibles, como la que afligió a un pobre plumilla que
escribió acerca de una encopetada dama. Reclamaba al ministro una merecida
recompensa por sus «infinitos servicios», pero el demonio de la imprenta —pues
de él hablamos— hizo poner «ínfimos». Nuestro protagonista se apresuró a corregir
el error, pero la errata mutó incansable, y apareció «infames» al día
siguiente. Desesperado, nuestro héroe volvió a corregir la dichosa palabra,
solo para comprobar una vez más que la dama bien merecía un premio del ministro
por sus «íntimos servicios».
Para terminar, aquí va un ejercicio
que permite evaluar la comprensión del tema que nos ocupa. Se trata de saber,
en las frases que siguen a este párrafo, qué se quería decir en cada caso, en
lugar de lo que se dijo, en vez de lo que aparece escrito. Para facilitar la
tarea, he puesto en cursiva la errata, la palabra a cambiar.
“La Dama de
las Camellas”
“Alejandro el Glande”
“La Putísima
Concepción”
“Necesito
mecanógrafa con ingles”
Y
para la calificación, que cada cual haga sus números.
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