Realmente
poco sé con seguridad de mis abuelos paternos, José Abellán Rosa y
Carmen Zamora Oliva, una pareja de otros tiempos, dos personas que
vivieron su infancia y juventud en el último cuarto del siglo xix,
pues
nacieron a comienzos de la década de los ochenta de aquella centuria
de guerras, constituciones y nefastos reyes. José y Carmen
«llegaron» a la Murcia de la Restauración —la de Alfonso xii—
tras la fallida experiencia de la Primera República, unos pocos años
después de ser promulgada la Constitución de 1876, que iniciaba en
nuestro país un nuevo período histórico, el del turno de partidos,
así denominado por la sucesiva alternancia en el poder de
conservadores y liberales, unos años, ciertamente, más estables en
lo político aunque aún muy duros en lo económico y social, sobre
todo para la gente humilde, como mis entonces jovencísimos abuelos.
Casi siglo y medio ha pasado desde entonces.
Me
han contado hace poco que los abuelos se casaron (calculo que
llegando ya el cambio de siglo) teniendo ella solo dieciséis años,
y que el ajuar completo del matrimonio se limitaba a unos poquísimos
enseres, a tres concretamente: una cama, una mesa y un legón, que
era la herramienta del marido para trabajar como jornalero en lo que
se le presentara, y ello (deduzco de lo leído aquí y allá) para
cobrar, ¡y solo cuando se le presentara!, un jornal que rondaría
los seis reales diarios por doce horas de duro deslome, un jornal que
resultaría escaso, mu
apretao,
pues apenas daría para que la joven esposa empinara cada día en el
hogar una olla que imagino muy pobre (basada en las baratas
hortalizas y con apenas carne, huevos, leche…), un salario tan
pobre que los obligaría a dejar al margen la adquisición de otros
productos no tan de primerísima necesidad como la comida, que los
condenaría a postergar repetida e indefinidamente otras compras
quizás no tanto menos básicas, como alguna prenda de ropa o algún
mueble esencial. Echándole imaginación a este asunto del ajuar,
además de la cama, la mesa y el legón, supongo a aquella joven
pareja de entonces poseedora de unas poquísimas ropas de quita y pon
y también de algunos otros utensilios —escasos, desde luego—,
como un mínimo menaje de cocina en el que entraría lo
imprescindible y poco más: alguna olla, cacerola, sartén…, un par
de vasos, otro de platos, y algún cuchillo, cuchara, tenedor…
No
conocí personalmente al padre de mi padre, pues murió en 1948, casi
tres años antes de que yo naciera. Por no saber de él, ni siquiera
he sabido su nombre durante la mayor parte de mi vida; para ser
sincero, lo he sabido hace muy poco, y me he enterado de que se
llamaba José, como yo. Pero sí supe desde niño —lo oí contar
muchas veces— que fue un hombre de talla, y ello contemplado tanto
desde un punto de vista físico, debido a su estatura y sobre todo a
su fuerza, como desde un punto de vista ético-moral, relacionado con
el cual siempre escuché decir que fue honrado, trabajador… muy
recto, con un carácter muy serio y, quizás por ello, también,
exigente, autoritario.
De
su envergadura física me llegaban de vez en cuando de boca de mi
padre algunas imágenes e historias que resaltaban lo ya dicho: sus
imponentes estatura y fuerza. Lo que más recuerdo es la repetida
referencia a que tenía unas muñecas muy grandes: «muy anchas»
solía decirme su hijo mientras señalaba con los dedos pulgar y
corazón de la mano derecha bien distanciados una amplitud muy
superior a la de su propia muñeca izquierda, exagerando la medida
con el gesto de no poder abarcarla. Y recientemente, de uno de sus
nietos de más edad en la actualidad, me llega otra alusión a la
mucha fuerza que había tenido el abuelo. Me cuenta mi primo Clemente
que recuerda al abuelo (tuvo que ser ya en el tramo final de su vida,
sexagenario, deteriorado…) siempre sentado en una silla baja debido
al cáncer de vejiga que acabó con sus días, pero que en sus
buenos tiempos —dice que le contaron— su fuerza había sido tal
que, a su vuelta del trabajo como carretero, tras desenganchar la
yegua —el caballo, la mula…, no sé—, era capaz de coger el
carro con ambas manos y levantarlo sujetándolo solamente por los
varales.
A
mi abuela, sin embargo, sí la conocí personalmente y, aunque no con
mucha nitidez en algunos aspectos, me acuerdo bastante bien de ella,
pues murió en 1973, cuando, ya nonagenaria y casi ciega, cayó por
la empinada escalera de dos tramos que de su vivienda daba a la
calle, y en cuyo descansillo la encontraron quienes con ella vivían.
Continuará
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