En mis clases, a lo largo de los años, he
leído a menudo para mis alumnos, y les he leído más cuanto más avanzaban mis
años y mi experiencia docente, pues esta actividad, que pronto me pareció
importante en mi trabajo, acabó resultando imprescindible al final.
En la lista de relatos seleccionados para leer
en clase (London, Maupassant, Dahl…), desde que los conocí en los años noventa del siglo pasado,
siempre figuraron algunos cuentos de Quim
Monzó, entre ellos «La micología»
(El porqué de las cosas, Anagrama, 1994,
pág. 106), que trata de un recolector de setas que, bajando una mañana del
bosque, se encuentra una amanita
muscaria, a la que da una patada y de la que emerge por ello uno de esos duendecillos
que aparecen muy de vez en cuando en estos hongos tan venenosos como bonitos,
con su llamativo color rojo moteado de pequeñas pintas blancas, conocidos también,
curiosamente y entre otros nombres, como matamoscas
(muscaria viene del latín musca ‘mosca’),
que hace referencia a los efectos que produce este hongo en los insectos, a los
que paraliza temporalmente cuando entran en contacto con él.
Cuando se le aparece el duendecillo al setero
le dice que puede pedirle un deseo, el que quiera, que le será concedido, pero
—añade— tiene que pedir algo tangible; no vale decir «quiero ser rico», ni
pedir «muchas casas», ni «muchísimos millones»; ha de ser algo contable,
pesable, medible… y, claro, esto pone al protagonista del relato en un buen apuro,
pues no sabe qué pedir —dinero, propiedades, salud…—, ni cuánto: ¿tropecientos
millones, tropecientos billones..., mil casas, chalets, mansiones…? Además —añade
pronto el duende—, no puede demorar mucho su petición porque tiene un plazo de
unos pocos minutos para decidirse, con lo cual complica aún más la decisión;
así que… el tiempo va pasando, se va agotando y el setero no se decide, hasta
que, quedando escasos segundos…
En la lectura que hacía en clase para mis
alumnos, antes del desenlace final del cuento, llegaba un momento (en esos
segundos previos a la petición del setero) en que me detenía y me dirigía a mis
escuchantes para preguntarles qué pediría cada uno de ellos si estuviera en la
piel del protagonista del relato, y a continuación hacía un barrido por la
clase pidiendo a niños y niñas que se lo pensaran y que uno a uno, cuando tuvieran
hecha su elección, me la fueran diciendo, levantando previamente la mano y
esperando su turno.
En las distintas ocasiones en que realicé
esta prueba a lo largo de bastantes años, hubo muchos alumnos, quizás los más, que
pidieron dinero (cantidades astronómicas de dinero) o lingotes de oro o
diamantes… y también hubo algunos que pidieron paz en el mundo, o que no existiera
el mal, o felicidad para su familia o… Pero, de todas aquellas veces, recuerdo una
sola en que triunfó un pragmatismo de lo más tangible, algo fácilmente concretable
(contable, pesable, medible… tocable), y fue aquella en que un niño muy espabilado,
tras haberlo pensado, levantó la mano y, cuando le llegó el turno, dijo con tranquilidad:
«maestro, yo, a la Claudia Schiffer».
Sí, David se lo pensó, desdeñó riquezas y apartó a un
lado ausencias de guerras, de maldades, de dolores y enfermedades… para pedir
una sola cosa, quizás porque viera su máxima felicidad en ella, en la famosa supermodelo
alemana, que, por cierto y no viene mal recordarlo, por aquel entonces tendría
veintitantos años.
Una elección tangible, medible, pesable y vistosa en su juventud y madurez actual. No, fue una solicitud que no cumpliese con los requisitos del homúsculo que habitaba en la Amanita. Además, muchas de las peticiones que son menos pragmáticas no poseen tanta prerspectiva de futuro: el sueldo de Claudia siempre ha sido muy alto y la vida a su lado sería una llegada al paraíso. Muy bueno, Pepe.
ResponderEliminarGracias, Antonio.
EliminarImagina a un chiquillo de diez años levantando la mano y esperando a que el maestro le de la palabra.
Un abrazo.