Juanito,
de familia muy católica, anda preocupado con el asunto del ángel de
la guarda: “¿qué
ángel me
habrá tocado?”, “¿cómo será?”, piensa; “¿será
diligente?”, “¿estará atento o, por el contrario, será un
manazas o… un distraído y estaré demasiado expuesto a que me pase
cualquier cosa?”.
Un
día, a la hora de comer, sentado a la mesa, oye de labios de su
padre —que le comenta
a su madre haberlo leído en un libro*—
que los ángeles gordos vuelan menos. Inmediatamente
le viene al niño, de nuevo, ese runrún a la cabeza, y le da por
pensar que si son gordos no solo vuelan menos, sino que, además, lo
harán más lentamente. ¡¿Entonces…, —se pregunta temeroso—
esa rapidez necesaria para evitar el peligro a un niño, para
salvarlo cuando está a punto de caer por un precipicio, para evitar
el accidente antes de que ocurra?!
Y
por la noche, tras las oraciones de rigor —ángel
de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de
día...;
cuatro
esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan…—,
vuelve el runrún: ¿Y si me caigo de la cama? ¿Y si me atraganto a
media noche? ¿Y si viene el Tío Saín?... Y no puede remediar
seguir pensando, preocupado, obsesionado, que le puede haber tocado
en suerte un ángel de la guarda gordo, o…, peor, muy gordo.
* Lo
ha leído en Un
conjunto de pétalos… no es una rosa,
de Paco González.
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