Me
costó mucho —así es como quedó en mi cabeza— aprender a hacer divisiones con
varias cifras en el divisor; quizás no me costara tanto, pienso ahora que me
conozco mejor; es posible que mi manera de ser me castigara ya entonces con ese
pesaroso sentimiento, otro sinvivir más de aquellos tiempos. Al repartir el
dividendo entre el divisor, ¿¡cómo podía saber a cuántas tocaba en cada caso si
además debía de tener en cuenta las que me llevaba de antes!?; no había manera
de estar seguro. Por eso, después, como docente, llegado el caso de enseñar la
división, puse bastante empeño en facilitar su aprendizaje, con la intención de
que mis alumnos no sufrieran por lo mismo.
Me recuerdo, en alguna ocasión, el primero en una fila, hombro con hombro
con otros alumnos, colocados todos en
orden junto a la pizarra, una hilera en la que avanzabas o retrocedías lugares
según supieras contestar o no las preguntas que hacía la monja; de la materia
preguntada no me acuerdo, pero sí de la presión soportada por querer mantener alguno de los primeros puestos. Ni como maestro he sido partidario de ese sistema,
y pocas veces lo he utilizado.
Hubo
una función de teatro escolar; ahora supongo que habría más de una pero
recuerdo esa en concreto porque iba a participar como intérprete en ella; y me
había estudiado bien mi papel, pero la vergüenza, el miedo —¡¿pánico escénico
ya entonces?!— hicieron que, próximo el día de la representación ante el
público, me echara atrás y tuviera que hacerlo otro niño en mi lugar. Ahora me
pregunto cómo se solucionaría aquello, si es que el otro niño se había
estudiado también mi papel o si se trataba de
una intervención breve, sencilla, incluso insignificante..., no sé.
En
aquel colegio de monjas no faltaban los actos
religiosos, sobraban ya entonces para mí: misas, rosarios, rezos… ¡uff!; hasta
el permiso para ir al aseo había que
pedirlo religiosamente; tenías que decir: «por el amor de Dios, hermana, ¿puedo
ir al váter?»; así exactamente había que pedírselo a la monja de turno, que no
siempre te lo daba; mejor que le cayeras bien, porque de lo contrario te podía
pasar como a un servidor, que tuvo que, in extremis, andarse listo y
mear en una esquina del aula para no hacérselo encima tras repetidas peticiones
de permiso fallidas.
Continuará.
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