Mentiría si dijera
que me ha cambiado mucho la vida el confinamiento causado por la covid-19, el nuevo coronavirus. No, en
absoluto, no me la ha cambiado tanto. Mirando por encima-encima, me la ha
alterado un poco, casi nada, pues mi rutinaria vida de ahora es muy parecida a
la que llevaba antes de encerrarme del todo, y digo del todo porque entonces,
sin el peligro acechante del virus, también permanecía encerrado en casa casi
todo el día, aunque, eso sí, voluntariamente, y no es lo mismo no salir porque
no quieres que estar encerrado aunque no quieras; la única diferencia palpable
entre antes y ahora es que entonces salía a la calle casi todas las mañanas
para andar una hora y media o dos horas, y en estos días de reclusión obligatoria
me he visto abocado a realizar el paseo en casa, gracias a una espaciosa
terraza donde puedo andar con bastante comodidad y a buen paso: a un ritmo
cardiosaludable.
Hasta aquí, todo
bien, pero… echo de menos el contacto directo y casi diario con mi hijo Jose,
que, sin apenas fallos, venía a comer a casa de lunes a viernes, aprovechando
que sus hijas comían en el colegio y que su mujer lo hacía en el trabajo; y
también echo de menos, ¡cómo no!, el encuentro periódico —de frecuencia semanal
como máximo— con mis nietas; echo en falta el poder abrazarlas y darles besos,
apretones, achuchones…, el leerles, recitarles, cantarles… el jugar con ellas
en definitiva. Sí, ya sé que para hablar con la familia e incluso verla a
menudo tengo a mi disposición unas fantásticas tecnologías de la información y
la comunicación, con diversos programas muy eficaces, unas tecnologías con las
que, además, me desenvuelvo a las mil maravillas, pero aun así…, ya digo, echo
de menos esos contactos directos: y es que… las crías tiran mucho.
Y a estas
añoranzas hay que sumar otro factor negativo: el desasosiego que se me ha
metido en el cuerpo —supongo que como a muchos— provocado por el temor a lo que
pueda pasar (ahora, inmediatamente después, en el futuro…): el temor a una
infección por un posible contagio vírico
—¡y no solo a la mía, claro!—, el temor a cómo saldremos de esta crisis múltiple
y a cómo quedaremos si es que salimos —familiares, amigos, conocidos… todos—,
temores ambos que, aun queriéndolos evitar, me sobrevuelan casi constantemente
en un ambiente funesto que no sé muy bien cómo combatir, aunque todavía puedo
decir —¡menos mal!— que no me sobrepasan (¡toco madera!).
Por lo demás, como
ya he dicho, mi vida de confinado es muy parecida a la que llevaba antes, y
ello es debido a que soy muy casero, a que me gusta salir lo mínimo, a que
prefiero la lectura (de novela, ensayo, poesía, prensa, blogs…), y la escritura
(de recuerdos, vivencias, observaciones, reflexiones...), y la música (tanto la
escucha como el estudio y la interpretación), y el ordenador, que utilizo para
la lectura de diarios, revistas, blogs, webs…, para la búsqueda, consulta y
contrastación de datos e información, para escuchar música, para escribir…; y,
ya por último, también figuran entre mis quehaceres preferentes algunos
televisivos: unos pocos programas de entretenimiento —humorísticos los más—,
algunas series —pocas también— y, sobre todo, esto sí en abundancia, películas,
el buen cine.
¿Que, entonces,
qué más quiero…? Pues… lo dicho; y además, puestos a pedir, la cerveza y el
rato de charla de los viernes con mi hermana y mi cuñado, alguna comida de vez
en cuando con los amigos, las periódicas visitas de Mariano, un rato en la tertulia… No
mucho, creo yo.