A Pepe Fernández
Allá por la mitad del siglo pasado, aquí se celebraban con alguna
pompa muy pocos acontecimientos familiares, y la de los pocos que se celebraban
en algunas casas —bautismo, comunión, boda...— en nada se parecía a lo que
ahora entendemos como pompa: nada semejante al actual estilo rimbombante o
cuasi.
Lo normal era que cuando estos
acontecimientos se celebraban fuera del ámbito estrictamente familiar, podía
llegarle a una familia una invitación para asistir a uno de estos convites (me
gusta la palabra «convite» para denominar las celebraciones gastronómicas de esta época), un «banquete» al
que, con frecuencia, solo iba uno de los miembros del clan, que se personaba en
el lugar de celebración en representación de todos sus familiares.
Los
convites de estas celebraciones de entonces, salvo en contadas familias —«pudientes»
y/o «sacabarrigas»—, solían tener un
menú que ahora se consideraría muy pobre: un bocadillo (de anchoas, de jamón, de
salchichón, chorizo, queso..., según poder adquisitivo de los invitantes), un
tercio de cerveza, y para postre, un trozo de tortada de bizcocho y merengue
y/o unas pastas; poco más: alguna botella de vino, avellanas, torraos, tramusos...
En aquel tiempo y en el pequeño
lugar donde transcurrió lo que cuenta este relato, era frecuente la aportación de
¡un duro! como regalo por la familia invitada, algo, desde luego, nada
menospreciable entonces, una época (autarquía, cartillas de racionamiento, hambre,
miseria...) en que a la mayoría de la gente le costaba mucho ganarlo y en la
que con esas cinco pesetas se podían hacer muchas cosas, como, por ejemplo, comprar comida: patatas, arroz,
garbanzos, habichuelas...; la carne, el pescado y la leche estaban menos al
alcance en muchos de aquellos hogares de la posguerra.
A la casa de los protagonistas
de esta historia llegó una de esas invitaciones, concretamente para la celebración
de la boda de unos amigos, vecinos
muy cercanos
en el barrio, y el matrimonio de la casa invitada se puso a conversar sobre lo
mal que le venía en esos precisos momentos la invitación, y lo decían por el «obligatorio»
desembolso del duro, de las malditas cinco pesetas que, desde luego, no tenían
y que tendrían que conseguir apretándose el cinturón más todavía.
Como a lo de escaparse de pagar
el duro no le veían una solución fácil, pronto el diálogo pasó a dilucidar qué
miembro de la familia iría al convite del acontecimiento. Fue entonces cuando uno
de los hijos, que por allí andaba interesado en la cuestión, intervino en la
conversación de sus padres para decir que él quería ir, que tenía interés en
ello. El padre le dijo que de eso ni hablar, que todavía era un crío. Insistió
el niño argumentando que le hacía mucha ilusión porque era muy amigo de uno de
los hijos de la familia invitante y que con él se lo iba a pasar muy bien, y añadió
que su amigo también tenía interés en que fuera él.
—Que no, hijo, que tú todavía
eres pequeño, que no puedes ir.
—Papá, es que Juanito es amigo
mío y compañero en la escuela, y también quiere que vaya, que nos lo vamos a
pasar muy bien y...
—Que te he dicho que no, que
tenemos que ir tu madre o yo, no insistas.
—Pero papá...
—¡Que no, joder! —cortó el
padre, cansado por la insistencia del hijo.
—Pero...
—¡¿Qué te he dicho?! ¡¿No te he
dicho que no?! ¡¿Es que estás sordo?! —estalló el padre—: ¡¡que tú todavía no defiendes el duro!! —exclamó levantando los
brazos y zanjando la cuestión en un tono y un volumen sonoro que evidenciaban su
hartazgo; y a continuación, mostrando el dedo índice levantado y mirando a su
hijo a los ojos, repitió el mensaje silabeando y articulando con mayor claridad—:
¡¡que tú to-da-ví-a no de-fien-des el du-ro!!