Entonces no te fijabas en que
el nombre escrito era Burt Lancaster, y, además, aunque te lo
hubieran puesto delante de los ojos aumentado, gigantesco, no
hubieras sabido cómo se pronunciaba. Realmente te entraba por el
oído, tú oías a tu alrededor Burlan
Cáhteh, así, casi
como está escrito, y así lo pronunciabas, como todos los niños —y
mayores también—; nada de Bart
Láncaster, que eso
serían florituras de listillos, mal vistos entre los comunes.
Burt
Lancaster
Nuestra peculiar pronunciación
murciana de la supuesta palabra cáster
no articula claramente la «s», sino que abre la «a» que la
antecede, al tiempo que prepara ya la «t» que viene a continuación;
tampoco articula la «r», y, a cambio, también, abre la «e»
precedente. Al final, lo dicho, Caster
se transforma en Cáhteh
—o Cátteh—,
sobre todo en oídos de inmaduros e iletrados. Y así, Burlan
Cáhteh
(pronúnciense llanas las dos palabras), es como sonaba finalmente.
Y caste
—cahte
o catte:
observen la riqueza fonética de la zona— era, en el pueblo, para
los niños de aquellos tiempos, sinónimo de puñetazo.
caste.
m. Puñetazo. (Diego
Ruiz Marín,
Vocabulario
de las hablas murcianas,
Diego Marín, Murcia 2007).
De forma que lo que creíamos
el apellido cuadraba perfectamente con la imagen del personaje que
teníamos en nuestras tiernas cabecitas, resultando así que Burlan
Cahteh era en
nuestro subconsciente Burlan
Puñetazos, que
menudos lospropinaba el actor
en muchos de los papeles que interpretaba.
En la prensa son frecuentes a
final de año los resúmenes que tratan de englobarlo. En artículos
de los medios que suelo leer he visto subtitulado de manera
variopinta el año dejado atrás, y he apreciado las tintas cargadas
por el pesimismo, calificando 2016 como una ciénaga, un año de
mierda, tanto local como internacionalmente, aunque con matices. ¿Por
qué? Pues... aquí van unos cuantos «argumentos» que aparecieron
en esos artículos:
A nivel internacional: la
elección de Trump en EE.UU., el triunfo del Brexit en Reino Unido,
el rechazo en referéndum al acuerdo de paz en Colombia, el
alarmante auge de la ultraderecha en Occidente, guerras y
bombardeos, terrorismo, drama de los refugiados...
Y localmente, sobre nuestro
país, se hablaba del año de la polarización de la desigualdad,
que no ha disminuido, sino aumentado, y en la que España destaca;
el año de la impunidad, en el que la corrupción ha sido
«perdonada» por demasiados votantes, y el PP sigue gobernando; el
de la pobreza que se ceba en los parados y alcanza incluso a muchos
de los que tienen trabajo, precario y mal retribuido; ha sido el año
del ordeno y mando y no me rechistes —mordaza—; el del robo a
pajera abierta, con tramas que ponen los pelos de punta, incluyendo
una de tarjetas negras como boca de lobo; el año en el que en
determinados juicios se iba a tirar de la manta, pero...; el del
terremoto en el PSOE; el del triunfo del populismo... de los de
enfrente, ¡claro!; el año en el que la cultura siguió esperando
—IVA cultural, canon digital—; el año, en definitiva, del
triunfo de la mediocridad, por utilizar un sustantivo suave.
Ya sé que antes del homo
sapiens no hubo mono sapiens, pero a mí se me ocurre reivindicar el
uso de ese inexistente escalón en la clasificación «homínida»
para nombrar a muchos de nuestros contemporáneos, por lo menos a
aquellos que muestran unas determinadas pautas de conducta que
favorecen los horrores a los que nos referíamos antes.
Mi pregunta —retórica—
es: ¿qué somos, homo sapiens o mono sapiens?, ¿a cuál de los dos
estadios evolutivos nos acercamos más, al primero o al segundo?
Antes de contestar, sobre todo quienes tengan dudas, échenle un
nuevo vistazo a la enumeración de barbaridades descritas en los
primeros párrafos, serie que ustedes pueden personalizar ad
libitum:
Tengo mi propio método de flauta,
pero comencé, lógicamente, con uno ya consagrado al que debo muchas ideas, quizás
lo esencial del mío. Suelo referirme a él como elRicordi, porque es el nombre de la editorial
que lo publica; también utilizo como referencia los nombres de sus autores, Judith
Akoschky y Mario A. Videla. Su título es Iniciación a la flauta dulce,y
lo componen tres cuadernos(tomos I, II y III).
Antes de decidirme por el Ricordi había probado con el método
de Luis Elizalde, también en tres
volúmenes, cuyo máximo valor estribaba —para mí— en estar basado exclusivamente
en el rico legado folclórico español, pero pronto me di cuenta de mis
preferencias pedagógicas y cambié de guía: no me arrepentí.
En el primer tomo del método de Akoschky y Videla, uno de los ejercicios propuestos lleva por título «Rondó (A B A C A)», escrito
exactamente así. Y todavía recuerdo las veces que mis alumnos, a lo largo de
muchos años, me preguntaron: «maestro, ¿tocamos el rondó abaca?», como si abaca fuera el título del rondó.Yo, lógicamente, aprovechaba
para explicar lo que significa eso de ABACA,
letras que ahora quiero utilizar para contar aquí en qué consiste la forma
Rondó, que tanto juego ha dado en la historia de la música.
En la forma rondó —ideal para un reconocimiento fácil en
la audición— un tema central (estribillo), generalmente juguetón, alegre,
reaparece continuamente —sin modificaciones, casi sin modificaciones, modificado— intercalado
entre otros temas secundarios (coplas) que generalmente contrastan con él. Aprovecharemos
las letras mayúsculas de antes para representar su estructura, de diversas maneras
según distintas variantes:
ABACA
(AABACA), ABACAB’A, ABACADA...
(A es el estribillo; B, C..., las coplas)
Se han compuesto muchos rondós a
lo largo de la historia de la música, y algunos de ellos han llegado a ser
famosos. Uno de los más conocidos debe su popularidad a EUROVISIÓN, que lo
adoptó como himno. Bueno, no exactamente: en realidad lo que conocemos como Himno
de Eurovisión es solo el estribillo de un rondó que Marc Antoine Charpentier, importante
músico del barroco francés, compuso para el preludio de uno de sus cuatro
tedeums: el Te Deum en Re mayor, H 146.
Cuando he utilizado este rondó como
audición para mis alumnos, me ha parecido una buena idea retarlos.
—Estoy seguro de que todos lo
conocéis, me apuesto lo que queráis —comienzo diciéndoles mientras observo cómo
aparece la curiosidad en sus caras.
—¿?
—Es de un músico francés del siglo xvii —añado a continuación y veo cómo
crece la incredulidad.
—¿?
—¿Os doy otra pista?, ¿queréis saber
el nombre del compositor?
—Sííí —responden casi al unísono,
pensando que el nuevo dato les abrirá el camino.
—Su autor es Marc Antoine Charpentier
—articulo pausadamente cada sílaba del nombre, y percibo cómo se animan a la
apuesta.
—¡Venga, maestro, cómo lo vamos a
conocer!
—Si alguien, tras escucharlo —les
advierto simulando seriedad—, me dice con sinceridad, pero, ¡ojo, con
sinceridad! que no lo conoce, pierdo la apuesta y os invito a lo que queráis, en
caso contrario me invitáis vosotros a mí.
—¡Valeee! —estallan, con la alegría
de quienes están seguros de ganar.
Hay que ver sus caras nada más
comenzar la audición, cuando escuchan el estribillo del rondó y lo reconocen.
Aun así, todavía alguien, bromeando, se atreve a decir que no lo conoce, pero
no cuela. Siempre he ganado la apuesta —y nunca la he cobrado— pues todo el
mundo ha oído en alguna ocasión el Himno
de Eurovisión.
Vamos a él. Este rondó es muy breve —menos
de dos minutos— y muy sencillo. Está formado por el estribillo y dos coplas. En
la versión elegida para Abonico, la
de William Christie al frente de Les Arts Florissants, antes del rondó propiamente
dicho escuchamos una introducción a cargo de los timbales; a continuación suena
el estribillo —dos veces (AA), para fijarlo mejor en nuestra memoria—; después
escuchamos la primera copla (B); posteriormente, vuelta a lo conocido: de nuevo,
el estribillo, ahora una sola vez (A); después viene la segunda copla (C); y
por último, como al principio, dos veces el estribillo para terminar (AA). Así
que AABACAA.
Atentos al contraste entre las coplas —moderado
volumen sonoro y más legato, más abonico— y el estribillo —más fuerte, de
ritmo más marcado, más enérgico—; también la instrumentación es diferente: el marchoso
estribillo utiliza metales y percusión —trompetas y timbales respectivamente—,
ausentes en las suaves coplas, que utilizan cuerdas y maderas.
—¿¡Siempre!?;
cada vez que oigo la palabra «siempre»... me mosqueo.
—Bueno…
¿siempre-siempre…? no, pero sí desde hace bastantes años; iba a decir que desde
que tengo uso de razón, pero de eso tampoco hace tanto, incluso a veces dudo si
lo tengo ahora.
—Bueno...
¿y qué es lo que tienes tan claro?
—Pues…
que no es lo mismo el habla murciana que el panocho, aunque la gente,
equivocadamente, suele englobarlo todo bajo el segundo de los términos.
—¿Es
que los murcianos no hablamos panocho?
—¡Pues
no!, los murcianos hablamos murciano.
—¿Y
no es lo mismo?
—No.
—Pues
eso no es lo que yo oigo por ahí.
—Pues
tienes que prestar más atención… a los que saben de qué va esto. Los murcianos
hablamos un castellano —o español, como quieras— murciano, y tampoco lo
hablamos igual todos los murcianos. Mira, pocos más autorizados para aclararnos
la diferencia entre panocho y habla murciana —la de nuestra tierra— que Vicente Medina, el autor de Aires
murcianos;¿sabes lo que
dijo?
—Ahora
me sales con otro nombrecico; ya
quieres liarme. Tú, con tal de dártelas…
—O
sea, que no sabes de quién te estoy hablando; ¡¿no conoces a Vicente Medina?!
¡¿no has oído hablar del autor de La
Barraca, de Cansera, de Abonico?!, de...
—¿¡Abonico!? ¿¡Como el blog de Pepe Abellán!?
—Sí,
como el blog de… ¡eso!
—¡Pues
ahora me entero!
—¡No
te digo!, ¡menudo mendrugo!; te hablo del gran poeta de Archena, que no escribió en panocho, que lo hizo en murciano, y
que en 1933 grabó para el Archivo de la palabra este clarísimo testimonio:
En mi tierra se cultivaba un lenguaje
llamado panocho, lenguaje de soflamas carnavalescas, que imitando el habla
regional, la ridiculizaba con acopios de deformaciones y disparates grotescos,
me indignaba por eso este panocho. Tal indignación engendró mi ansia de
reivindicar el lenguaje de mi tierra, que no era, ni es otra cosa que un
castellano claro, flexible y musical, matizado con algunos provincialismos de
carácter árabe, catalán y aragonés. En toda la región murciana y en parte de la
de Albacete, Alicante y Almería, tierras linderas, se habla tanto por la gente
fina, como por la gente del pueblo, tal como yo hablo en mis Aires Murcianos.
Estuviéramos
haciendo lo que estuviéramos haciendo, de pronto decía Ramón, como si se le
hubiera ocurrido la idea más maravillosa del mundo:
—¿¡Vamos
a verle los muslos a la Carmina!?
A
lo que, normalmente, muy bien podía contestar otro cualquiera del grupo:
—¿Ahora?
—¡No,
si te parece nos esperamos a mañana! —contestaba con desdén el primero,
añadiendo con frecuencia la palabra «tontucio», una de sus favoritas en estos
casos— ¿es que no os acordáis de que es hoy cuando friega el suelo?
Carmina era la criada que servía en casa de uno de los
chavales de la pandilla y por ello sabíamos qué día fregaba el suelo; y resulta
que entonces, antes del invento de la fregona, esta faena se efectuaba a mano. La
moza que lo hacía —en nuestro caso, Carmina— se arrodillaba sobre una
almohadilla, se ponía a cuatro patas e iba pasando por el piso —de losa en las
casas que podían permitírselo— una bayeta empapada de agua; después, de
rodillas, escurría el trapo para quitarle el agua sucia acumulada, lo
enjuagaba, lo escurría otra vez y, de nuevo a cuatro patas, lo volvía a pasar
por el suelo para recoger la humedad dejada antes, quedando la losa limpia y
casi seca hasta donde ella alcanzaba extendiendo los brazos; luego reculaba un
poco y repetía lo mismo en otro pequeño espacio, hasta que completaba todo el
piso.
El mundo en que nací era muy
diferente del de hoy. No existía la fregona, por ejemplo, y las señoras
limpiaban el suelo de rodillas, a cuatro patas. (Andreu Martín, 2016: Por
ahora, todo va bien, Barcelona, RBA, pág. 27).
La
posición de la moza, vista desde atrás, avanzando el cuerpo a veces
excesivamente para llegar a las zonas más alejadas, nos llevaba de calle a los
niños —algunos no tan niños— de la época. ¿Que qué se veía? Pues no crean que
mucho: en el «mejor» de los casos, y a veces casi había que adivinar, poco más
de algunos centímetros de muslo por encima de las corvas, y eso solo en los
momentos de máxima tensión, cuando el cuerpo de la fregona se adelantaba y se estiraba
hasta los recovecos más apartados.
Pero
para quienes andábamos al acecho era suficiente. ¡Qué digo suficiente! ¡Era lareleche!;
allí nadie pestañeaba mientras duraba el espectáculo, y duraba hasta que
Carmina se daba cuenta del asunto y nos echaba de allí con cajas destempladas.
Pero te ibas alimentao para unos cuantos días, con los ojos brillantes y
una imagen, que realmente no habías visto bien, fija en tu cabeza: los muslos
de Carmina.